"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






jueves, 23 de diciembre de 2010

Romain Rolland - Vida de Tolstoi



Ciertamente, rara vez queda uno expuesto en las lecturas de carácter biográfico al doble mérito que ostenta este libro: la prestigiosa brillantez del sujeto escribiente y el notorio interés del objeto de la escritura. En efecto, el singular estilo de Romain Rolland, Premio Nobel de Literatura en 1915, orientalista y eslavófilo por mor de su confeso pacifismo, exuda no pocas de las cualidades que podemos apreciar en la rutilante, poderosa y conmovedora prosa de su adepto, y también afecto, Stefan Zweig: fluidez verbal, pulcritud descriptiva, claridad expositiva, profusión de imágenes y, sobre todo, superdotación para el matiz psicológico y la textura espiritual.


Pero, además, el tema resulta plenamente pertinente: la figura de Tolstoi ha planeado sobre la conciencia de la vieja Europa, y, tal como atestigua uno de los anexos, por buena parte de Asia, con multifacética insistencia, en consonancia con las diversas aureolas que se fueron suspendiendo sobre su ya mítica cabeza: la del artista (del realismo ruso), la del pensador (social y de la historia), la del profeta (de la no violencia) y la del moralista (de corte humanista). Pero los pasados esplendores suscitados en torno a Tolstoi y su obra están actualmente aletargados. Sea, pues, el centenario de su muerte, y en particular este cuidado volumen, ocasión gozosa para despertar nuestra conciencia literaria del sopor producido por una larga somnolencia crítica.


No exenta de difilcultad la cuestión del género en que pudiesemos incardinar esta obra, parece, no obstante, revelar cierta hibridación que alterna la síntesis biográfica con el análisis literario. Sin embargo, una tal alternancia no conforma un todo equilibrado, pues estando la componente biográfica excelentemente doocumentada, además de relegar el dato anecdótico en favor de la silueta netamente psicológica; los esbozos literarios son meros apuntes coadyuvantes sin pretensión de exhaustividad. Efectivamente, Rolland hace gala de un profundo conocimiento de la obra tolstoiana, de la que intercala relevantes fragmentos, tanto en el cuerpo del texto como en notación infrapaginal, lo que le sumistra el leit motiv para fraguar el perfil espiritual del eximio autor ruso. Pero en ese ubérrimo despliege de erudicción bio-bibliográfica, las obras de Tolstoi semejan meros pretextos para establecer analogías psicológicas entre sus personajes y los hombres entre los que vivió el escritor, cuando no simples proyecciones de su carácter. Téngase en cuenta, por lo demás, que el estudio fue escrito justamente tras la muerte del eremita de Yasnaia Poliana, esto es, en el máximo apogeo del culto por la figura profética del tolstoismo. Y en este preciso contexto hay que entenderlo, y valorarlo. En este sentido, la obra contribuye no poco a fomentar la imagen que el propio Tolstoi quiso legar a la posteridad, más que la del artista que era, la del moralista que pretendía ser. Y es aquí donde cobran verdadero significado las palabras que Tatiana Sujótina-Tolstaia, hija de Tolstoi, dirige al autor en la carta que se transcribe tras la nota prefatoria: "Estoy segura de que mi padre se hubiera sentido profundamente emocionado por la amplia concepción, y la clara comprensión, que tiene usted , no sólo de su obra sino también de su ser".


Vaya, pues, esta Vida de Tolstoi, como documento biográfico ineludible para quien busque riguroso informe de la personalidad moral de un hombre cuyas más excelsas cualidades fueron, muy a su pesar, de naturaleza artística.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Susan Sontag - Sobre la fotografía


Cuando uno se pregunta cómo recabó para sí la fotografía a la ensayista Susan Sontag (1933-2004), intelectual insobornablemente comprometida y una de las más controvertida polemista de la crítica literaria norteamericana, cuya entrada en el parnaso de la literatura crítica mundial vino primeramente promovida por su escrito más emblemático Contra la interpretación (1961-1966), pero que cobró definitiva carta de ciudanía tras la publicación del ensayo Estilos radicales (1969-1985); el lugar común que tradicionalmente se esgrime como respuesta es su idilio lésbico clandestino con a la sazón reputada fotógrafa Annie Leibovitz, y que no fue autenticado sino póstumamente. Pero, a tenor no sólo del profundo calado especulativo del texto aquí comentado, sino también del extenso conocimiento histórico desplegado, es más que aconsejable determinar que esta primera incursión de Sontag en las procelosas aguas de la crítica fotográfica no obedeció tanto a la circunstancia personal que se exteriorizara como profesión de amor a una fotógrafa particular; cuanto a la emergencia de una interna dilección preexistente declarada a la fotografía en general, cuya última concreción se manifestó, eso sí, sensualmente, pero que venía gestándose como concepto con cierta anterioridad. Sea como fuere, el presunto motivo personal se mantuvo siempre oculto, razón que recomienda su definitivo olvido; mientras que el interés teórico se declaró público bajo la égida del presente libro, lo que no sólo demanda sino que también legitima nuestra propia glosa.


Sobre la fotografía se presenta como una colección de artículos cronológicamente dispersos, publicados todos originalmente en The New York Review of Books entre 1973 y 1977, que no sólo convergen, como resulta obvio, en la temática común de la fotografía; sino que, además, no divergen, como hubiera cabido esperar dada la diferencia del objeto, en su tratamiento metodológico de lo que la autora venía sosteniendo en su producción anterior. En efecto, Susan Sontag parece hacer acopio respecto de la fotografía del acervo crítico ya proyectado en su labor literaria. Unos presupuestos que se substancian en seis axiomas estéticos, no del todo originales, pero ciertamente proferidos con una prosa subyugante de extraordinaria elocuencia.


El principio fundamental que sustenta la labor crítica de Sontag, consigna la relación orgánica entre forma y contenido, algo que ya había promulgado un centenar de años antes Friedrich Nietzsche. Otro, evidencia la dependencia de la noción de interpretación de la idea de la existencia de un contenido último y separado en la obra de arte. Un principio tal promueve la inversión de la tendencia de la hermenéutica hebraica de justificar un analogado último, donador de sentido, en la cadena de interpretaciones. Y más aún, supone la radical apelación a prescindir de la necesidad de interpretaciones para la cabal comprensión de una obra de arte. Un tercero, que no constituye sino un corolario del primero, busca peraltar la función formal otorgada al tema. O más exactamente, propone considera la innovación formal como contenido propiamente dicho, comportando, por tanto, un claro énfasis formalista al estilo de Roland Barthes. El siguiente, postula la no referencialidad, o no significatividad de la obra de arte; o, dicho positivamente, la autonomía y autorreferencialidad de toda obra sedicentemente artística. Otro, quizá el determinante en lo que aquí nos importa, supone una crítica a la presunta interpretación moral del arte. Lo que no es sino una enmienda deliberada al núcleo duro de las teorías de sus predecesores estéticos decimonónicos: Walter Pater y Oscar Wilde. Está, finalmente, aquel principio que apela al arte como sublimación del sufrimiento, aspecto éste netamente psicológico, que ya había tematizado conspicuamente Stefan Zweig. Todos los cuales, se resuelven en el famoso apotegma que persigue sustituir la hermenéutica tradicional por una erótica del arte que busca desplazar la noción de lo bello por la de interesante.


Estos presupuestos no encuentran, sin embargo, su valor de equivalencia en las reflexiones sobre la fotografía, sino que aparecen diseminados, tácita o explícitamente, a lo largo de la obra. En particular, nos interesa aquí valorar la confirmación que recibe en Sobre la fotografía la relación entre arte y moralidad, que siendo el aspecto más original de sus reflexiones, se resuelve, por lo además, como la clave de bóveda tanto de su producción teórica como de de su compromiso biográfico. En «Sobre el estilo», segundo ensayo de los que componen Contra la interpretación, Sontag resolvió el antagonismo entre arte y moralidad en base a un conocido recurso del viejo pragmatismo norteamericano (a pesar de lo cual, la poco pragmática Sontag es considerada la más europea de los críticos americanos, del mismo modo que el neopragmatista Richard Rorty es el más continental de los filósofos transatlánticos), consistente en disolver los términos binarios que están a la base de la comprensión de fenómenos que aparecen siempre enucleados genéticamente. De manera que, para la intelectual norteamericana “el problema de la oposición entre el arte y la moralidad es un pseudoproblema. La misma distinción en una trampa; su prolongada verosimilitud se mantiene porque no se pone en duda lo ético, sino sólo lo estético. Argumentar sobre esta base, pretendiendo defender la autonomía de lo estético (y yo misma, con grandes dificultades, así lo hecho) equivale ya a conceder algo que no debería concederse; a saber: que existen dos tipos independientes de repuestas, la estética y la ética, disputándose nuestra lealtad cuando experimentamos la obra de arte” (Contra la interpretación, 39). Y ello es posible mediante una mutación semántica del concepto de moralidad, que deja de ser entendida como una moral particular que determina un contenido para pasar a ser un logro de la voluntad humana, “el señuelo que compromete a la conciencia en procesos de transformación esencialmente formales” (Contra la interpretación, 42). Así las cosas, la historia del arte se presenta como una sucesión de transgresiones afortunadas que está puntuada, como por lo demás cualquier otra manifestación cultural, por una sucesión de controversias dualistas.

Precisamente esto es lo que persigue peraltar la autora en el artículo “En la caverna de Platón”, que sirve de obertura al ensayo Sobre la fotografía, cuando afirma: “Al enseñarnos un nuevo código visual, las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar. Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión” (Sobre la fotografía, 13). Y más adelante: “Las fotografías no pueden crear una posición moral, pero sí consolidarla; y también contribuir a la construcción de una en ciernes” (27). Y puede ser así porque, aunque un acontecimiento ha llegado a significar, precisamente, algo digno de fotografiarse, aún es la ideología lo que determina qué constituye un acontecimiento.

Resulta ciertamente discutible en nuestros días la operatividad de un concepto macroestructural como el de ideología, y la vigencia del mismo como instancia de apelación moral (algo que sí cobró efectiva actualidad en la década de los setenta gracias a la influencia, a la que no se sustrae la autora, de la Escuela de Frankfurt). Muy certera es, sin embargo, la tesis de Sontag, contra la tradicional concepción mimética, de la ineludible componente subjetiva de la fotografía (análogamente a como, en el ámbito de la nueva filosofía de la ciencia, venía defendiendo N. R. Hanson al hablar de “la carga teórica de la observación") y, por tanto de la indisolubilidad entre actitud moral y elección formal, entre moralidad y arte, entre, en fin, forma y contenido.

Sontag se situa, de este modo, equidistante tanto del esteticismo radical de un Wilde como del moralismo extremo del último Tolstoi, quienes promulgaron soluciones divergentes, al renunciar a la moralidad en favor del arte aquél, y despreciar el arte en pos de la moralidad éste; sintetizando, mediante una suerte de versión estética de la solución gnoseológica kantiana, sendas actitudes en razón del postulado de la insoslayable componente moral de todo arte o, lo que es lo mismo, de la ineludible índole moral de todo proceso formal.

Hemos de señalar finalmente que, a pesar de la solvente exhibición de conocimiento técnico, y la acertada elección de los hitos que jalonan la historia de la fotografía, Sobre la fotografía no es el mejor de los libros de la autora (honor que reservamos sin géneros de dudas al texto Contra la interpretación, subseguido de Estilos radicales), ni por rigor argumental ni por repercusión histórica. No obstante debe erigirse en obra de referencia de cualquier interesado en aquella innovación ontológica que comportó la aparición y desarrollo del arte fotográfico en los dos siglos precedentes. Y aunque los temas presentan el encanto sepia de las dicotomías obsoletas (la propia autora data, en escritos posteriores, el interés circunstancial de su propuesta), no dejan de revelar cierta actualidad expuestos a la luz de problemas contemporáneos. Y con una elocuencia tal, una riqueza de matices expresivos, y un conocimiento tan profundo y amoroso de la fotografía que su lectura se convierte, ella misma, en una experiencia estética altamente vivificante. Sirva, pues, como catalizador de la agitación moral de la conciencia, la obra de esta acérrima defensora de la honorabilidad de la inteligencia, que supo despreciar los valores mercenarios de la literatura, mostrar cautela ante el filisteismo cultural, y expresar una desconfianza permanente ante toda lealtad tribal que gaste ribetes de fanatismo.


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