La literatura
francesa se ha nutrido, ya desde el siglo XVI, de un concurrido elenco de enfants terribles consagrados a
registrar el más exhaustivo catálogo de las miserias humanas; luciendo siempre,
además, este hecho como un espléndido y característico emblema. Hasta el
extremo de poder conjeturar la existencia de una heterodoxia literaria, cuya
nota más definitoria sería precisamente la admonición subversiva (acerba a
veces, burlona otras, mordaz siempre) cuando no, a menudo, la diatriba
abiertamente apocalíptica, como una de las categorías nucleares del despliegue literario
galo de los últimos cinco siglos.
En efecto,
desde Rabelais o Voltaire, hasta Duteurtre o Houllebecq, la contrafigura del
intelectual anatematizado viene realizando históricamente aquello que la
iconoclasia de Derrida conceptualizara filosóficamente como deconstrucción. La consecuencia de ello en la actualidad es
que en el estamento letrado se rivaliza con denuedo por el privilegio que supone la concesión del título
honorifico del más conspicuo representante de la, valga el barbarismo, enfant-terribilità francesa.
Frédéric Beigbeder (1965) publicitario,
editor, dj, actor, novelista, presentador televisivo, columnista, editor y
ensayista (entrecomíllese a placer) es el penúltimo efebo empecatado de esta
saga, mostrándose respecto de ella, como un intruso y diletante, como un advenedizo oportunista y panfletario, como un
truhán que juega a ser lúcido sin conseguir siquiera llegar a ser culto. Este
postrer bufón mesiánico de las letras francófonas, cuya fatuidad iguala sólo a
su facundia, irrumpió en la escena literaria en 1990 con Memoria de un joven perturbado, pero se manifestó expeditivamente
siete años después al publicar la novela, en clave de amarga sátira, El amor dura tres años. Sin embargo, su
advenimiento a la literatura dista mucho de ser neto, y no precisamente porque
no fuese nato (casos hay en las letras de espléndidos ejemplos adventicios),
sino porque todo en él (incluida la escritura), es pose e impostura. Defecto de
exageración y propensión a la artificialidad que obedecen a un inconfesado
prurito de exhibicionismo, y que lo emparenta servata distantia con algunas
de las actitudes vitales de los antiguos cínicos.
Y es que la
incursión de Beigbeder en la literatura es un epifenómeno tan epigonal como epidérmico,
que a todas luces resulta beneficioso para el escritor pero absolutamente
indiferente a la literatura misma; que pretende transparentar el mal que aqueja
a la época (el capitalismo de mercado), pero que termina especulando con él;
que quiere ser original, resultando a la postre sólo novedoso. Se trata la suya
de una vinculación con la literatura casi parasitaria, una ectosimbiosis del
tipo comensalista, podríamos decir, que pudiera hacer de él un auténtico
postulante a la posmodernidad (en el
sentido muy lato y peyorativo de pastiche), pero eo ipso nunca logrará convertirlo en sujeto de veneración
literaria. Es, en particular, la unión de cierto desencanto de salón, muy a la
moda parisina por lo demás; y una prosa informal y divulgativa, de atributos
poco genuinos, lo que nos compele a barruntar que su apogeo literario será un
producto del todo efímero, fugaz y fugitivo.
No obstante
esto, Beigbeder consigue en parte hacer buena aquella máxima de Schopenhauer
que estatuye que “la primera –y prácticamente la única- condición del buen
estilo, es tener algo que decir”. Pero aunque en el caso del nuestro
pluriempleado se quiera proponer como condición necesaria no resulta, en modo
alguno, del todo suficiente. Ciertamente, Beigbeder ha logrado cotas no del
todo despreciables en el arte narrativo, pero la forma insolente y arrogante no
esconde, en su caso, un fondo competente y talludo; pues su estilo,
delicuescente y un tanto engolado, se compadece mal con un propósito admirable
en su intención (cauterizar los males del capitalismo de mercado) aunque deshonesto
en su realización; pues esa sofisticación desenfadada, que puede al cabo
favorecer al fasto de una novela destinada al gran público, se resuelve
enteramente nefasta para el ensayo literario.
Y es
exactamente eso lo que ocurre con Último
Inventario antes de liquidación, que pasa por ser el mayor fraude de sedicente
crítica literaria de los últimos tiempos. De hecho, considerar solamente su presunto
estatus hermenéutico acaso sea ya un exceso mediático propio de un calibrado
despliegue de estrategia publicitaria impropio de una editorial de la talla de
Anagrama, que obviamente ofrece cobertura a un subproducto literario de este
pelaje respondiendo al sólo cálculo de productividad mercantil de un autor tan
comercial como Beigbeder.
El propósito fundamental, tan antiguo
como ingenuo, que subtiende al entretenimiento beigbederiano está trufado de
recelo roussoniano. De la misma forma que Rousseau quiso establecer las respectivas condiciones por las cuales la
sociedad, la familia y el individuo pueden volver a su condición natural,
saliendo de la degeneración artificial que supone su despliegue histórico;
Beigbeder pretende, de manera infinitamente más simple, propugnar una mirada
adánica, o una exégesis prístina, no mancillada por las capas históricas de la
interpretación, abogando por una interpretación natural pre-babélica, anterior
y superior a la confusión de los lenguajes críticos y crípticos. Una mirada que
pretende recuperar una supuesta lectura pura, virginal e icástica, no
deshonrada con el detritus del análisis académico, ajena a toda confusión
interpretativa. Como si pudiésemos
salirnos de nuestro pellejo cultural asiendo, cual Barón de Munchhaussen,
alguna presunta naturaleza, y acceder así, a una lectura natural, espontánea y
refrescante de los clásicos.
Último Inventario antes de liquidación resulta así definitivo en el repertorio de perogrulladas
críticas, al no proceder con orden ni con precisión, que literalmente liquida cualquier criterio crítico al
proponer lo que podríamos denominar una hermenéutica del diletante o del
posmoderno reactivo, que opera mediante “frivolidad e inconsecuencia” para
desacralizar los clásicos, que ningunea el aparato crítico a fin de de superar
el efecto, o el defecto, intimidatorio del genio literario y que, de una forma supuestamente
divertida (que nunca debería volver a hacer), pretende inventariar la historia de la literatura como si de un programa
televisivo de variedades se tratase.
La descarada y reiterada memez
del recurso con que se abren la mayoría de las entradas, el tropel de lugares
comunes de la literatura con que se prosiguen, y el inefable patetismo con el
que se cierran, hacen de este libro un candidato más que aceptable para el catálogo
de bagatelas revestidas de novedad destinadas a olvidar. Un libro, en fin, cuya
primera lectura debe resultar la última, y cuyo pasaje más profundamente
didáctico, bien informado y resueltamente inteligente es aquel que prosigue al
punto y final.
Agradezcamos, al menos, a
Beigbeder cierta delineación de principios en la figura de su simpático alter ego en Socorro, perdón:
“Me gusta repetir que mi estupidez es la de mi época, pero en el fondo sé que
mi época es sólo un pretexto y que mi estupidez me pertenece” (p. 40).
Creo que mi natural rechazo a leer novedades literarias más o menos mediáticas me salva de de conocer elementos como el que tan bien describes, Fernando. Pero imagino que debe de haber muchos. Houllebecq (o como se escriba) ¿no es uno de esos?
ResponderEliminarSin duda, estimado Antonio, no hay parangón razonable entre ambos escritores. Más allá de la amistad personal que les une y de cierta propensión al exhibicionismo, no creo que exista paralelo entre sus obras. La de Houllebecq, honesta y compleja; la de Beigbeder, impostada y superficial.
EliminarMe parece, por lo demás, fundamentalmente acertada la refracción de tu gusto clásico por aquello que reviste el mero carácter de novedad. Te evita una ingente perdida de tiempo a cambio (sólo) del disfrute de algunos valores literarios emergentes. Houllebecq es, en mi opinión, uno de ellos. Defiendo esta opinión en mi crítica:
http://elucubracionesbastardas.blogspot.com.es/2011/10/mi
chel-houellebecq-el-mapa-y-el.html
Un cordial saludo.
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