"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






viernes, 14 de agosto de 2020

Diógenes de Sínope: un outsider de la Antigüedad. Semblanza.

Hoy día, Diógenes pasaría por mendigo pero en su época fue considerado soberano. Nació en Sínope el año 404 a.C y murió en Corinto, el mismo día que Alejandro Magno moría en Babilonia. Fue franco, terco y procaz. Sin patria, sin propiedades y sin dinero, llegó a vivir como un perro, de ahí el sobrenombre: cynĭcus. Despreció las convenciones sociales, las posesiones materiales y los placeres sensuales, en la medida que lo esclavizaban. No se arredró ante los caprichos de la suerte cuando fue adversa, ni celebró la proversa. En su autarquía, denostó las leyes de la civilización y se consagró a los dictados de la naturaleza, sustituyendo el saber teórico por el comportamiento ejemplar, y las grandes metas por pequeños preceptos, considerándose ciudadano del mundo. Consagrado a una vida libre de ataduras y vanidades, su discurso desembocó en insolencia, y su acción en indiferencia. Platón lo llamó "Sócrates furioso".

Ciertas anécdotas sobre su vida han cabalgado, invariables, los siglos, y narran lo siguiente:


"En cierta ocasión un aristócrata invitó a Diógenes a su villa suntuosa, sabedor de sus costumbres le rogó que no escupiera en el lustroso suelo. Entonces Diógenes, se aclaró la garganta desde lo más profundo y le escupió en la cara, añadiendo que no había podido encontrar un lugar más sucio".


"Filosofando un día ante un auditorio distraído y desatento se puso bruscamente a saltar gorjeando; pronto se arremolinó la muchedumbre a su alrededor, insultó entonces a los mirones, haciéndoles notar que huían de las cosas importantes, pero corrían para escuchar las estúpidas".


"Viendo que un arquero fallaba el blanco en cada flecha, fue corriendo a sentarse en aquel lugar, alegando que allí por fin  estaría seguro".

martes, 21 de marzo de 2017

Pedro Abelardo: semblanza de un lógico calamitoso.



   La figura de Pedro Abelardo (1079-1142) destaca como el más eximio dialéctico del apogeo de la Baja Edad Media. Aunque su nombre está ligado a una vida compuesta de orgullo e infortunio, pocos hombres agitaron más la opinión del siglo XII y pocos periplos vitales son tan vibrantes como el suyo. Tal periplo describió una curva que se movió alternativamente entre la ordenada de la razón y la abscisa de las pasiones. El resultado: una vida errante y fugitiva, una agitada existencia peripatética que osciló entre las envidias más calumniadoras de sus maestros y las instigaciones más malévolas de sus condiscípulos.
   Desde muy joven, Abelardo mostró una potencia especulativa excepcional, un afán polémico desconcertante y un vigor amatorio prodigioso. No tuvo maestro alguno, ya fuese Roscelino de Compiègne, Guillermo de Champeaux o Anselmo de Laon, del que no llegase a ser aventajado primero y émulo después; razón por la que despertó recelos, suscitó envidias, sufrió persecución y arrostró escarmientos. El más miserablemente célebre se produjo cuando siendo preceptor de Eloísa, veinte años menor que él, sobrina de Fulberto, canónico de la catedral de Paris, le asaltó por la muchacha una pasión tardía que sellaría una parte de su destino trágico. Ocurrió que se enamoró de la muchacha y trocó las enseñanzas espirituales por las sensuales, culminando su amor en la concepción de un hijo. Enterándose el tío, quiso organizar la boda para reparar la falta, pero huyeron y se casaron contra su voluntad en secreto, lo que encendió la cólera del canónigo, que, en cobro de satisfacción, contrató a unos sicarios a los que ordenó la castración del filósofo, consumada con nocturnidad en soborno de su criado. El luctuoso episodio es narrado con pasmosa asepsia por el propio Abelardo en Historia de mis calamidades. Aquí se cuenta también que tras la mutilación, Eloísa tomó los hábitos en el convento de Argenteuil; y Abelardo, ingresa monje en el monasterio de San Dionisio, del que sería expulsado por su proverbial soberbia. Retirado a la diócesis de Troyes, comprometido con una vida austera y rigurosa, fundó el oratorio donde impartiría clases, llamado paradójicamente Parácleto (algo así como el “consolador”), espacio independiente, audaz y racional donde se consagró al estudio hasta el fin de sus días. Durante toda su vida los recelos fermentaron a su alrededor en la medida en que sus diatribas amasaban autoridad, de forma que su miseria creció en proporción a sus honores.


   Pero hubo todavía una ocasión más para la crispada logomaquia cuando, tras haber despertado Abelardo los recelos de Bernardo de Claraval, este santo padre de la iglesia acusó su doctrina de arrianismo, pelagianismo y nestorianismo, censurando su proceder del siguiente tenor: “perseguidor de la fe, enemigo de la cruz, monje por fuera, hereje por dentro, fraile sin regla, abad sin disciplina, culebra tortuosa que sale de su caverna, nueva hidra en cuyo cuello, por una cabeza cortada en Soissons, han aparecido otras siete”.


   Pedro Abelardo murió en 1142, tal como había vivido, acusado y acosado. Su cuerpo fue reclamado por Eloísa  y llevado al Parácleto. Cuando ella murió, veintidós años después, fue enterrada junto a él. En 1817, sus restos fueron presuntamente trasladados a una tumba común en el cementerio parisino de Pere Lachaise, donde hace tiempo que sus cuerpos se amustian mientras su amor legendario les sobrevive inmarcesible.

miércoles, 29 de abril de 2015

Edward H. Carr ¿Qué es la historia?

Estando como estamos obnubilados por el relumbrón que viste los ropajes de la mera actualidad libresca; y cegados, por añadidura, por la fulgorosa necesidad de perpetua novedad (algo, dicho sea de paso, que obedece a una concepción edípica del tiempo), tendemos demasiado a menudo a olvidar aquellas figuras intelectuales que supieron en su tiempo aunar un pensamiento renovador con un conocimiento penetrante de la tradición. Tal es el caso de Edward Hallett Carr (1892-1982), sereno historiador, periodista mordaz y audaz diplomático británico fascinado por la cultura rusa, testador de yna mesurada, clara e instructiva obra historiográfica que, revestida de un apabullante sensatez, supo destimar tenazmente la escéptica epistemología de la historia, al tiempo que las aspiraciones dogmáticas del idealismo historiográfico.

¿Qué es la historia? podría haberse muy bien titulado ¿Qué es la filosofía de la historia?, en el doble sentido, objetivo y subjetivo, del genitivo. Pues supone efectivamente una lúcida reflexión sobre el sentido de la historia como curso de los acontecimiento, pero, además, una lucida cavilación sobre el significado de la documentación de su constancia. El primer sentido, trata de resolver las típicas cuestiones que comporta toda filosofía de la historia (sumariamente: quién es el sujeto de la historia, cuáles son sus leyes y cuál su propósito) El segundo, afronta las clásicas cuestiones de metodología historiográfica.

La originalidad de este archiconocido texto no reside tanto, pues, en el tema tratado, cuanto en la solución propuesta a tales cuestiones, una propuesta sin solución de continuidad, que apropiándose la famosa teoría aristotélica del justo medio, trata de disolver, cual Nagarjuna de la historiografía moderna, las  tradicionales postura encontradas. Se trata de una metodología que busca el equilibrio dinámico, o el balance adecuado, entre polos interpretativos opuestos sin necesidad de eliminarlos, que obedece, en suma, a esa cierta flexibilidad propia del sentido común anglosajón que sabía vadear con pericia lógica el extremismo doctrinal continental.

El libro lo conforman seis conferencias articuladas en torno a otros tantos temas medulares de toda teoría de la historia en recíproca alusión.

1. Contra el fetichismo decimonónico de la documentación objetiva de los hechos sancionado por Ranke, y frente al idealismo interpretativo de la historia como producto subjetivo de la mente del historiador avalado por Colingwood (el Benedetto Croce anglosajón), Carr propone “un proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado” (p. 40).

2. Contra el culto del individualismo propio de las fases primitivas de la conciencia histórica (Herbert Butterfield), y frente a la tendencia de los historiadores marxistas a peraltar solamente los factores sociales, Carr pondera “el peso relativo de los elementos individuales y sociales en ambos lados de la ecuación”, y la necesidad de no separar ambas nociones.

3. Contra la metodología positivista de la historia, obstinada en la búsqueda de leyes científicas generales que definan el decurso temporal; y contra el recopilador de anécdotas morales, obsesionado por la irrepetibilidad de lo circunstancial, nuestro historiador se apropia la idea nietzscheana de la prelación epistemológica de los juicios morales respectos de los datos históricos: “el proceso por el cual se da a las concepciones morales abstractas un contenido histórico específico es un proceso histórico; y además nuestros juicios morales proceden de un marco conceptual que es él mismo histórico” (p. 111).

4. El historiador es el investigador de las causas de los acontecimientos colectivos. Qué tipo de causas invoque el historiador detrás de dichos acontecimientos y en qué orden las gradúe determinará los diferentes tipos de interpretaciones históricas. Las causas podrán ser mecánicas, económicas, biológicas, psicológicas o metafísicas, pero subtiende a todas las concepciones de la historia el axioma común de que existen causas para tales acontecimientos. En este contexto, Carr pretende sustituir las concepciones de la inexorabilidad o inevitabilidad de esas causas (como la de Marx o Spengler por ejemplo) y sus versiones opuestas, casualistas o arbitrarias (Isaiah Berlin), por una netamente probabilística. “La relación del historiador con sus causas tiene el mismo carácter doble y recíproco que la relación que le une a sus hechos. Las causas determinan su interpretación del proceso histórico, y su interpretación determina la selección que de las causas hace, y su modo de encauzarlas” (p. 138). De forma que su empeño en el pasado está determinado por su interés por el futuro, que la convicción de que provenimos de alguna parte está estrechamente emparentada con la creencia de que vamos hacia a algún lugar.

5. Este interés por el futuro, por las causas finales, tiene un origen judeocristiano y se ha colado entre los historiadores bajo la cuestion del fin, la meta o el propósito de la historia, es decir, como, teleología, y a veces como escatología. La tesis del autor es que la cuestión de la finalidad de la historia, muy ligada a la del progreso, se ha resuelto siempre desde fuera de la historia, esto es, situando la presunta meta como algo inmutable más allá del dominio cambiante de lo humano (aquí coinciden whigs y liberales, hegelianos y marxistas, teólogos y racionalistas) . Y aún más, no cabe separar la cuestión del propósito o el progreso de la historia del problema del sujeto histórico, pues aquel se dirime siempre a partir de éste. “Con lo que muy bien puede ocurrir que lo que a un grupo se le antoja periodo de decadencia, a otro le parezca inicio de un nuevo paso adelante. El progreso ni significa ni puede significa progreso igual y simultáneo para todos” (p. 157s.). Si cabe hablar de progreso, apostilla Carr, será en un sentido limitado, no lineal, interrumpido y revisable. Lo cual no equivale a situarse en el desierto del relativismo sino en la playa de un pragmatismo con vistas al futuro. Sabedor de la dificultad que comporta un tal arreglo, Carr añade: “El ámbito de la verdad histórica se halla en alguna parte entre estos dos polos –el polo norte de los hechos carentes de valor y el polo sur de los juicios de valor, todavía luchando por transformarse ellos mismos en hechos” (p. 178).

6. La última conferencia de esta obra historiológica es toda una declaración de intenciones antimetafísicas de su autor: “En lo que a mí respecta –proclama nuestro historiador-, no creo en la Divina Providencia, ni en el Espíritu de Mundo, ni en el Destino Manifiesto, ni en la Historia con Mayúscula, ni en otra de cualquiera de las abstracciones que se han atribuido algunas veces al gobierno del rumbo de los acontecimientos” (p. 65). Carr sólo cree en la cada vez mayor necesidad del uso de la razón, entendida ésta no al modo eurocéntrico, sino como una paulatina atención a la emergencia en la historia de grupos y clases, de pueblos y continentes que hasta la fecha se mantuvieron al margen de ella, a partir de la idea de que la historia es un juego que se juega sin ningún tipo de Comodín en la baraja.


Partiendo del ingente marasmo de tendencias historiográficas actuales, resulta ciertamente peliagudo encontrar una posición que aúne calidad temática con perspicuidad expositiva, encontrar una que lo consiga de forma tan soberbia se debe en parte a que resulta ya algo intempestiva; pero sobre todo a la insólita proeza de una posición que se muestra clara, conciliadora, honesta, precursora, supersimplificada y, en lo fundamental, absolutamente cabal.

jueves, 5 de marzo de 2015

Gonzalo Ugidos. Grandes venganzas de la historia.


   Nemo me impune lacéssit, nadie me ofende impunemente. Este lema de la Orden de San Cardo, que figura además como divisa oficial del Reino de Escocia, suena como un basso continuo en la sinfonía de historias orquestada por Gonzalo Ugidos. Sinfonía que bien pudiéramos resumir en la frase que profiere Nietzsche en algún lugar de su Así habló Zaratustra: “Por eso tiro de vuestra red, para que vuestra furia os haga salir de la guarida de vuestra mentira y de detrás de vuestra palabra, justicia, se precipite vuestra venganza”. Y que podríamos por añadidura completar a partir de una lectura moral del tercer principio de la física newtoniana: “Si un cuerpo actúa sobre otro con una fuerza (acción), éste reacciona contra aquél con otra fuerza de igual valor y dirección, pero en sentido contrario (reacción)”.

   Decir de Gonzalo Ugidos (1956) que es o ha sido escritor, periodista, pintor, crítico y profesor es decirlo todo sin decir, sin embargo, nada relevante. Pues la indefinición de tales atributos bien podrían asemejarlo a cierta masa informe de la cual, no obstante, de distingue notablemente por lucidez, elocuencia y elegancia. Gonzalo Ugidos es un intelectual ecléctico y omnívoro, un diletante lúcido y subversivo, una mente ágil y erudita, a ratos irreverente, que ha desarrollado una extraordinaria capacidad para indagar fructuosamente los resortes internos de las acciones humanas más comunes, pero también, y sobre todo, los motivos ocultos de los individuos más heteróclitos. Es un biógrafo de raza que, como en su momento Lytton Strachey, condensa la substancia de una vida en unos pocos trazos, mediante el influjo recíproco de acción y pasión, de hechos y caracteres, de anécdotas y temperamentos. Pero es también un honesto moralista, que como Chamfort, se subleva ante la degeneración de las costumbres morales. Vale, además, afirmar de Ugidos aquello que él mismo refiere de Marat: “era un idealista entusiasta dotado de una excepcional capacidad para el análisis de ideas y de hechos. Era también un observador muy fino y esmerado, dueño de una pluma mordaz y afilada” (p. 90). Rasgos que se evidencian, más si cabe, en los espacios radiofónicos de RNE de los que, hasta donde sabemos, es artífice: Vidas contadas, Vida de tantos y Miniaturas.

   Grandes venganzas de la historia, magníficamente editado por La Esfera de los Libros, se resuelve en un alegato con vocación didáctica a favor de la pasión suprahistórica del desquite, vertebrado en una colección de narraciones presentadas en forma diacrónica, y entreveradas transversalmente con un apólogo. Se trata de una galería de retratos sin prurito taxonómico, ni pretensión teórica exhaustiva. Un lienzo rebosante de viñetas ejemplares en torno a la denostada pasión atávica de la venganza, que el autor quiere rescatar del ostracismo moralizante a dónde tradicionalmente ha sido relegada, huyendo además de todo chato relativismo. Labor de miniaturista que exhibe una pincelada detallista y atinada, evidenciando finura psicológica y versatilidad estilística.

   La versatilidad la contemplamos en un escrito misceláneo que abraza en desigual proporción la crónica periodística, la digresión, la anécdota histórico-biográfica y el relato novelesco. Disperso a veces (hay dilación en algunos pasajes considerables prescindibles) un tanto apresurado otras (hay premura en ciertos pasajes de resolución que debieran, sin embargo, ser más prolijos) pero sagaz siempre, pues el autor consigue hilvanar unas narraciones eruditas sin ser pedante, amenas sin ser toscas y profundamente didácticas sin caer en el maniqueísmo.

   La finura la admiramos en una concepción de la venganza que, salvaje considerada sin restricciones, resulta sin embargo honorable –es la tesis central- considerada desde una hábil casuística que ha de incluir al menos los motivos, la forma y la finalidad. “No soy partidario –advierte el autor- de la venganza en cualquier circunstancia, con cualquier excusa y por cualquier razón” (p. 258); sino que toda venganza cabalmente sopesada habrá de tener en cuenta tres aspectos capitales: la dilación, no en cualquier momento; la proporción, no en cualquier medida; y la ejecución, no de cualquier manera. Se propone, pues, una versión moderada y comedida -campea por aquí la sombra de la mesotes aristotélica- en su concepción y en su aplicación: no la venganza per se, sino según un modelo ejecutorio de proporcionalidad, lo que de alguna forma pretende su canalización por surcos racionales. Resultando a la postre su adecuada práctica como una de las bellas artes morales: recurso legítimo de reparación del dolor frente al mero cauce legal de la sanción en restablecimiento del orden.

   Grandes venganzas de la historia es también un canto de gratitud a la deuda intelectual contraída con un antiguo mentor (real o ficticio, poco importa) que, según confesión del propio autor, fue el responsable motriz de éstas consideraciones. Un libro, en suma, que hará las delicias de todo aquél que aún conserve el placer por los hechos bien contados y la repugnancia por los daños mal reparados.

martes, 4 de noviembre de 2014

Frédéric Beigbeder. Último inventario antes de liquidación.

La literatura francesa se ha nutrido, ya desde el siglo XVI, de un concurrido elenco de enfants terribles consagrados a registrar el más exhaustivo catálogo de las miserias humanas; luciendo siempre, además, este hecho como un espléndido y característico emblema. Hasta el extremo de poder conjeturar la existencia de una heterodoxia literaria, cuya nota más definitoria sería precisamente la admonición subversiva (acerba a veces, burlona otras, mordaz siempre) cuando no, a menudo, la diatriba abiertamente apocalíptica, como una de las  categorías nucleares del despliegue literario galo de los últimos cinco siglos.
En efecto, desde Rabelais o Voltaire, hasta Duteurtre o Houllebecq, la contrafigura del intelectual anatematizado viene realizando históricamente aquello que la iconoclasia de Derrida conceptualizara filosóficamente como deconstrucción.  La consecuencia de ello en la actualidad es que en el estamento letrado se rivaliza con denuedo por el  privilegio que supone la concesión del título honorifico del más conspicuo representante de la, valga el barbarismo, enfant-terribilità francesa.

Frédéric Beigbeder (1965) publicitario, editor, dj, actor, novelista, presentador televisivo, columnista, editor y ensayista (entrecomíllese a placer) es el penúltimo efebo empecatado de esta saga, mostrándose respecto de ella, como un intruso y diletante, como un  advenedizo oportunista y panfletario, como un truhán que juega a ser lúcido sin conseguir siquiera llegar a ser culto. Este postrer bufón mesiánico de las letras francófonas, cuya fatuidad iguala sólo a su facundia, irrumpió en la escena literaria en 1990 con Memoria de un joven perturbado, pero se manifestó expeditivamente siete años después al publicar la novela, en clave de amarga sátira, El amor dura tres años. Sin embargo, su advenimiento a la literatura dista mucho de ser neto, y no precisamente porque no fuese nato (casos hay en las letras de espléndidos ejemplos adventicios), sino porque todo en él (incluida la escritura), es pose e impostura. Defecto de exageración y propensión a la artificialidad que obedecen a un inconfesado prurito de exhibicionismo, y que lo emparenta servata distantia  con algunas de las actitudes vitales de los antiguos cínicos.
Y es que la incursión de Beigbeder en la literatura es un epifenómeno tan epigonal como epidérmico, que a todas luces resulta beneficioso para el escritor pero absolutamente indiferente a la literatura misma; que pretende transparentar el mal que aqueja a la época (el capitalismo de mercado), pero que termina especulando con él; que quiere ser original, resultando a la postre sólo novedoso. Se trata la suya de una vinculación con la literatura casi parasitaria, una ectosimbiosis del tipo comensalista, podríamos decir, que pudiera hacer de él un auténtico postulante a  la posmodernidad (en el sentido muy lato y peyorativo de pastiche), pero eo ipso nunca logrará convertirlo en sujeto de veneración literaria. Es, en particular, la unión de cierto desencanto de salón, muy a la moda parisina por lo demás; y una prosa informal y divulgativa, de atributos poco genuinos, lo que nos compele a barruntar que su apogeo literario será un producto del todo efímero, fugaz y fugitivo.
No obstante esto, Beigbeder consigue en parte hacer buena aquella máxima de Schopenhauer que estatuye que “la primera –y prácticamente la única- condición del buen estilo, es tener algo que decir”. Pero aunque en el caso del nuestro pluriempleado se quiera proponer como condición necesaria no resulta, en modo alguno, del todo suficiente. Ciertamente, Beigbeder ha logrado cotas no del todo despreciables en el arte narrativo, pero la forma insolente y arrogante no esconde, en su caso, un fondo competente y talludo; pues su estilo, delicuescente y un tanto engolado, se compadece mal con un propósito admirable en su intención (cauterizar los males del capitalismo de mercado) aunque deshonesto en su realización; pues esa sofisticación desenfadada, que puede al cabo favorecer al fasto de una novela destinada al gran público, se resuelve enteramente nefasta para el ensayo literario.
Y es exactamente eso lo que ocurre con Último Inventario antes de liquidación, que pasa por ser el mayor fraude de sedicente crítica literaria de los últimos tiempos. De hecho, considerar solamente su presunto estatus hermenéutico acaso sea ya un exceso mediático propio de un calibrado despliegue de estrategia publicitaria impropio de una editorial de la talla de Anagrama, que obviamente ofrece cobertura a un subproducto literario de este pelaje respondiendo al sólo cálculo de productividad mercantil de un autor tan comercial como Beigbeder.

El propósito fundamental, tan antiguo como ingenuo, que subtiende al entretenimiento beigbederiano está trufado de recelo roussoniano. De la misma forma que Rousseau quiso establecer las respectivas condiciones por las cuales la sociedad, la familia y el individuo pueden volver a su condición natural, saliendo de la degeneración artificial que supone su despliegue histórico; Beigbeder pretende, de manera infinitamente más simple, propugnar una mirada adánica, o una exégesis prístina, no mancillada por las capas históricas de la interpretación, abogando por una interpretación natural pre-babélica, anterior y superior a la confusión de los lenguajes críticos y crípticos. Una mirada que pretende recuperar una supuesta lectura pura, virginal e icástica, no deshonrada con el detritus del análisis académico, ajena a toda confusión interpretativa. Como si pudiésemos  salirnos de nuestro pellejo cultural asiendo, cual Barón de Munchhaussen, alguna presunta naturaleza, y acceder así, a una lectura natural, espontánea y refrescante de los clásicos.

Último Inventario antes de liquidación resulta así definitivo en el repertorio de perogrulladas críticas, al no proceder con orden ni con precisión, que literalmente liquida cualquier criterio crítico al proponer lo que podríamos denominar una hermenéutica del diletante o del posmoderno reactivo, que opera mediante “frivolidad e inconsecuencia” para desacralizar los clásicos, que ningunea el aparato crítico a fin de de superar el efecto, o el defecto, intimidatorio del genio literario y que, de una forma supuestamente divertida (que nunca debería volver a hacer), pretende inventariar la historia de la literatura como si de un programa televisivo de variedades se tratase.

La descarada y reiterada memez del recurso con que se abren la mayoría de las entradas, el tropel de lugares comunes de la literatura con que se prosiguen, y el inefable patetismo con el que se cierran, hacen de este libro un candidato más que aceptable para el catálogo de bagatelas revestidas de novedad destinadas a olvidar. Un libro, en fin, cuya primera lectura debe resultar la última, y cuyo pasaje más profundamente didáctico, bien informado y resueltamente inteligente es aquel que prosigue al punto y final.

Agradezcamos, al menos, a Beigbeder cierta delineación de principios en la figura de su simpático alter ego en Socorro, perdón: “Me gusta repetir que mi estupidez es la de mi época, pero en el fondo sé que mi época es sólo un pretexto y que mi estupidez me pertenece” (p. 40).

lunes, 30 de diciembre de 2013

Phillip Blom: Encyclopèdie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales

Si cupiera resumir un siglo en una obra, aun de factura colegiada, y ésta obra en uno sólo de sus autores; el siglo sería el XVIII, la obra, la Enciclopedia, y el autor, Denis Diderot.  Este es el lugar común que acota, abona y deja florecer, a lo largo de todo el ensayo, el historiador alemán Philipp Blom. Y aunque el doble tópico comporta un craso error de metodología histórica, se trata de un error magnífica y elegantemente desarrollado.

En efecto, destacar y patentar el marcado protagonismo de Diderot, sublimando su tenacidad, en el magno proyecto editorial que supuso la redacción de la Enciclopedia en el contexto adverso de la Francia de mediados del siglo XVIII es el propósito explícito de esta narración ensayística, cuya evidencia histórica es profusamente acreditada. Manifestar la importancia de la Enciclopedia, como libro de cabecera de dicho siglo, parece constituir la intención subrepticia del autor; algo, sin duda,  abiertamente más controvertido, para lo que no se aducen pruebas razonables. Y ello, además, en un esfuerzo orientado más hacia historiadores que hacia pensadores; lo que no se nos antoja un destacable demérito a tenor de la enjundia filosófica que suposo el celo del racionalismo ilustrado contra la superstición dogmática y el fanatismo religioso.

Expone perfectamente, sin embargo, Philipp Blom las intrigas conducentes a la planificación de la Enciclopedia, desarrollando las ulteriores vicisitudes de su progreso, las postreras peripecias de la conclusión y su definitiva publicación. A tal objeto, presenta el producto final enciclopédico como resultado sintético de dos fuerzas antagónicas que van desplegándose dialécticamente. Por un lado, aquellas fuerzas activas personificadas por sus protagonistas y benefactores; por otro, las netamente reactivas que simbolizan sus antagonistas y detractores.

En el primer grupo, defiende la labor capital de Denis Diderot, como verdadera causa motriz y máximo promotor de aquel monumento emblemático de la lustración, al tiempo que se relativiza la coautoría de D`Alembert, se justiprecia la significación de algunos colaboradores menores, y se ningunea, como mera implicación nominal en el proyecto, la aportación de Voltaire. Desfilan, además, otros personajes periféricos, que van adquiriendo relieve como valedores en la sombra del magno plan editorial: el proverso censor Malesherbes, el protector en Versalles abbe Bernis, el más íntimo amigo de Diderot, Friedrich Melchior Grimm; y toda aquella noble estirpe de salón al socaire de cuyo mecenazgo supieron estratégicamente guarecerse los escritores ilustrados: Madame de Pompadour, Barón d`Holbach, Madame d`Épinay y el Chevalier de Jaucourt.

Pero acaso sean los escollos interpuestos por las hostilidades jesuíticas y las hostigaciones jansenistas, como máximas facciones conspiradoras contra el espíritu secular ilustrado, lo que acabó convirtiendo aquello que debiera haber sido una empresa de ecuménica divulgación del conocimiento en un rosario de dificultades que, a no ser por el carácter profundamente honesto de la labor intelectual del más sesudo redactor de la Enciclopedia, hubiera acabado en estentóreo fracaso.

Y eso es lo que efectivamente comprende, expone y defiende Philipp Blom en un libro formidablemente escrito y excepcionalmente documentado, con un estilo ágil y ameno que, equilibrando con  notable destreza el relato histórico y el dato biográfico, acaso en detrimento del meollo especulativo, informa pormenorizadamente de los avatares del sedicente opus magnum dieciochesco, buscando erigirse en palmario tributo a la proeza intelectual, inasequible al desaliento, de su más sobresaliente artífice, Denis Diderot.

La lectura del ensayo de Blom, que por lo amable de su factura y lo perspicuo del estilo, debiera interesar a muchos; interesará, sin embargo y desafortunadamente, por la exhaustividad documental desplegada en torno a protagonistas parcialmente olvidos de la historia, a muy pocos. Y prácticamente nada a quien busque referencia justa de los principios ilustrados que informaron la Enciclopedia. Valga, sin embargo, el párrafo que sirve de obertura al libro como invitación moderadamente entusiasta a su lectura.

«La “gran” Encyclopédie de Diderot y D’Alembert no es la mayor enciclopedia que se haya publicado, ni la primera, ni la más popular, ni la que tiene mayor autoridad. Lo que hace de ella el acontecimiento más significativo de toda la historia intelectual de la Ilustración es su particular constelación de política, economía, testarudez, heroísmo e ideas revolucionarias que prevaleció, por primera vez en la historia, contra la determinación de la Iglesia y de la Corona sumadas, es decir, contra todas las fuerzas del establishment político en Francia, para ser un triunfo del pensamiento libre, del principio secular y de la empresa privada. La victoria de la Encyclopédie no presagió solo el triunfo de la Revolución, sino también de los valores de los dos siglos venideros» (p. 11).

jueves, 6 de diciembre de 2012

Thomas de Quincey: Confesiones de un inglés comedor de opio.


"El primer vaso –salmodiaba Lucio Apuleyo allá por el siglo II- corresponde a la sed; el segundo, a la alegría; el tercero, al placer; el cuarto, a la insensatez”. Como buen cultivado, Thomas de Quincey supo recordarnos el destilado de esta sabiduría aristotélica; como buen vividor, quiso a menudo olvidarla. 

Y es que el impróvido periplo vital de Thomas de Quincey estuvo jalonado por profundos avatares pecuniarios y enormes tribulaciones salutíferas. Su extracción social burguesa pudo procurarle, sin embargo, una infancia acomodada, acreedora de una esmerada aunque severa y despótica educación, a la que, por imperativo de díscola autonomía, quiso renunciar, incluso a fuer de verse avocado a la más extrema de las indigencias, circunstancia ésta que le compelió a apurar el cáliz de los sufrimientos más ignotos, y a aquellos consabidos excesos que finalmente cristalizaron en su celebérrima biografía Confesiones de un inglés comedor de opio

Helenista precoz, erudito polígrafo y misceláneo, heterodoxo pertinaz y extremadamente sensible, autor tutelar del parnaso decadentista, promotor de los poetas laquista y ¿por qué no? opiófago recalcitrante, Thomas de Quincey (1785-1859) representa una de las más rarae aves de toda la fauna exótica de la literatura europea. Prolífico y desigual, algunas de sus páginas no encuentran parangón en toda la literatura inglesa, y son ínclito ejemplo de un humor, un ingenio y una cultura que raramente encontramos hilvanados con tamaña maestría, acaso sólo igualada anteriormente por el audaz genio satírico de Jonathan Swift

Se trata, sin embargo, el suyo del talante más introspectivo de los ensayistas ingleses decimonónicos, cuyos temas son de una marginalidad extraordinaria, y el tratamiento procurado de una portentosa amoralidad, entendida como neta sujeción a una ley individual eudemonista abiertamente contraria a cualquier imposición normativa patógena y gregaria. Dicho talante puede calibrarse en cierta declaración del propio autor: “si la naturaleza albergaba algún plan para convertirme en su ejemplo, yo estaba dispuesto a frustrar su expectativa”. Porque parte de su acervo se cifró en la transmutación estética de lo que a la sazón eran valores éticos, lo que se patentiza ya desde el título de otra de sus más célebres obras: Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Su método suele descomponer la naturaleza de cualquier hecho presuntamente moral a la luz del prisma multifacético de una mentalidad irónica y analítica de difícil parangón, franca enemiga de esa fatua simplificación moral a la que propende la común mojigatería de las mentes más mediocres. Lo que supone por lo demás una de las a menudo tristes razones que suelen aducirse para no considerar a este británico romántico de acuerdo con lo que creemos uno de sus más incontrovertibles, aunque en gran medida inexplorados, méritos. Otro consiste en el apercibimiento, con una centuria de antelación al descubrimiento freudiano, de una inaudita potencialidad de la esfera onírica. 


Y adivinamos esto, en efecto, en las Confesiones de un inglés comedor de opio, dadas a la estampa en 1821, que representan una meditación brillantemente articulada en torno al sesgo obstinado de un hábito farmacológico de una dependencia autoconsciente que, por lo mismo, no llega a ser simplemente adictiva, y nunca, por carecer de vestigio de ignominia, inculpatoria. Lo estupendo de esta obra es el contraste dibujado entre los maléficos defectos del opio y sus más benéficos y salvíficos efectos. 

El relato ostenta, además, una formidable capacidad para articular lúcida, y a menudo circularmente, la cuádruple causa que indujeron al autor a un consumo crónico y exponencial del opio, junto a la subversión de un triple tópico mantenido comúnmente respecto a sus efectos. Porque fueron el dolor físico, provocado por las enormes privaciones de su vida errabunda, y el dolor metafísico, derivado de una dramático desencuentro amoroso (causas eficientes), lo que efectivamente condujeron a De Quincey al paulatino incremento en la ingesta de láudano (causa material) como remedio analgésico de las dolencias somáticas y como solución lenitiva de los padecimientos espirituales (causas formales) en pos de la consecución de cierto placer compensatorio (causa final). Circunstancias que en sí mismas no hubiese evidenciado el provecho de su conmovedora experiencia si, además, y contra la creencia habitual, no hubiera concentrado una sabiduría históricamente tan subversiva como simbólicamente controvertida en torno a los efectos del opio, a saber: que el poder del opio es mayor sobre el sueño que sobre la vigilia, que no existe una supuesta necesidad de aumentar progresivamente su dosis, y que no produce merma alguna, sino, antes al contrario, potenciación, de las capacidades intelectivas. Además, supo radiografiar con espeluznante pulcritud, sin traza de moralismo y con un humor a menudo desconcertante, los horrores de sus epifanías oníricas al tiempo que sus placeres más excelsos. 

Y aunque la confesión sea ciertamente el género que aproxima asintóticamente esta obra al legado testimonial de un Agustín de Hipona o un Rousseau; la total ausencia de cualquier atisbo de intención moralizante, supone la suprema diferencia que la especifica. Estamos ante un ensayo autobiográfico que acopla por hibridación cierto fondo lírico con un afán polémico en inaudita perspectiva. 

 Alusión insoslayable requiere la exquisita prosa de De Quincey, que presenta todos los encantos de la exuberancia y grandilocuencia del estilo asiático, aunque algo empañado por cierta propensión a la hinchazón retórica, a la digresión y a la profusión de citas grecolatinas. A pesar de lo cual, cabe erigirlo como un indiscutible preceptor en la elaborada distribución de la prosa, con un habilísimo manejo de ese ritmo sintáctico de amplio periodo y erudita terminología cuya fuente podemos remontar a la oratoria latina, pero más particularmente a la tradición ciceroniana inglesa de cláusulas balanceadas. El estilo dequinceano sabe conjugar perfectamente, por lo demás, en un virtuosismo a veces errático o laberíntico pero casi siempre resuelto y elegante, una elevada sensibilidad con un refinado entendimiento.

 Thomas de Quincey logró obtener una más que discreta fama entre sus contemporáneos, aunque un parco correlato en honor y prácticamente nula correspondencia en rango. Tras su muerte fue aclamado por el fervor poético tardorromántico, y reclamado además, con furor, como uno de los principales valedores de la causa estética heterodoxa del decadentismo, gozando de gran predicamento, en fin, entre algunos autores del pasado siglo, entre los que sobresalió Borges. Paradójicamente su influencia sobre la literatura francesa fue considerablemente mayor que la que logró ejercer sobre la inglesa, que mostró cierta indiferencia ante el fruto de sus padecimientos. Y es que él mismo atestiguaba estar convencido de “cuán fácilmente un hombre que nunca ha sufrido gran quebranto puede pasar por la vida sin saber nada de la posible bondad del corazón humano, o, como debo añadir con un lamento, de su posible vileza”.

sábado, 21 de enero de 2012

Lytton Strachey - Retratos en miniatura

A la memoria de Lytton Srachey, que murió tal día como hoy hace 80 años.


“La moral es un torpe emisario de ese monarca obtuso que a menudo resulta ser el poder”. La sentencia es nuestra (de Antifonte y mía quiero decir), pero bien podría haberla suscrito Lytton Strachey. En cualquier caso, pretende ilustrar el temperamento de este pintoresco bohemio británico que conmocionó la época victoriana a fuer de subvertir el arte de biografiar a sus más ilustres corifeos. Ilustra, no obstante, la materia de su arte, pero no la forma en que se vertió. Si en cuestión de materia su misión fundamental consistió en desbaratar las ridículas pretensiones de la sedicente superioridad moral de la era victoriana, formalmente introdujo ciertas innovaciones al dibujar sus caústicas pinceladas con trazo impresionista.


Edmund Wilson, el eminente crítico norteamericano, peraltó el hecho de que uno de sus grandes logros consistió en haber conseguido en inglés algunos de los efectos, y de los defectos, de la prosa francesa, pero que aunque su método biográfico resultó novedoso en Inglaterra, venía practicándose desde tiempo atrás en Francia por el crítico y biógrafo Sainte-Beuve, instaurando, así, tardíamente en su país un enfoque muy común en Francia desde el siglo XIX. Un enfoque cuyos parientes próximos son las epifanías de James Joyce, las iluminaciones de E.M. Foster o los momentos de Virginia Wolf, y cuya culminación se alcanzó con las obras de André Maurois y Stefan Zweig. El crítico inglés Ciryl Connolly coloca, por su parte, atinadamente la obra Victorianos eminentes (1918) entre aquel selecto centenar de libros claves del movimiento moderno.


Lytton Strachey (1880-1932) fue aristócrata ilustrado y nostálgico, pacifista mordaz (fue un prominente objetor de conciencia durante la Primera Guerra Mundial), humanista irreverente y homosexual activista (de hecho, convirtió el culto estético de la homosexualidad de las postrimerías del siglo XIX en blasón de revuelta social en el siglo XX). Por si esto fuese poco, fue, además, amante de la pintora Dora Carrington. Oficialmente pasa por ser uno de los más destacados biógrafos de la reina Victoria y algunos de ses coetáneos secundarios, pero decir sólo esto es mostrarse resueltamente cicatero con sus méritos.


Strachey integró activamente el círculo Bloomsbury, grupo de intelectuales británicos individualistas, liberales y humanistas de principios del siglo XX, procedente todos del Trinity College, que despreciaron por igual la religión, el ethos del victorianismo y el realismo literario; y cuyos representantes más egregios fueron Virginia Wolf y Beltrand Russell. Fue miembro asimismo, en su juventud, de los apóstoles de Cambridge, sociedad secreta de la élite intelectual de la Universidad de Cambridge, entre la que destacó el filósofo G. E. Moore.


Las causa que pudieron motivar la incisiva crítica que propinó Strachey a la moral victoriana propalando sus más recónditas, lóbregas y funestas motivaciones pueden ponerse cabalmente en relación, si hemos de guiarnos por el dictamen crítico de Sainte-Beave que tanto exasperó a Marcel Proust, con el hecho de que coercían en buena medida la libre expresión de su sexualidad erotómana. Si a ello añadimos su aristocrática extracción social, con la que mantuvo siempre una relación ambivalente, parece justificado el blanco de sus embates; y pudiera explicar por añadidura la cualidad de una prosa sensualmente distinguida.


La perspicuidad inhabitual de la dicción particularmente ágil y, a menudo, incluso, coquetamente desenvuelta de su obra merece una consideración detenida, pues ciertamente constituye el verdadero baluarte de su competencia literaria. Se trata de una prosa brillante, precisa y calibrada, cuando no esmerilada y formidable. Su estilo resulta de la perfecta sincronía entre un sosegado entusiasmo y una neutra ironía, presentando una filigrana descriptiva de intensa brevedad y esplendor meticuloso. Realizó con destreza la máxima graciana que decretaba que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”; consiguiendo elevar, de este modo, el género biográfico a un insólito modo de perfección en Inglaterra: la miniatura.


Y es que, de forma análoga a cómo el Medioevo utilizó la miniatura para ilustrar, con distintos motivos ornamentales, los márgenes de los manuscritos, así Strachey traza magistralmente, con sus figuras miniadas el contorno de ciertos personajes marginales de la Historia, individuos que sólo consiguieron brillar como satélites reflectantes del astro rey que les iluminó.


Sus miniaturas son, en efecto, relieves biográficos pequeños en extensión, ciertamente condensados, pero enormes en penetración psíquica, anchura de miras histórica e intención didáctica, conseguidos a través de la aglutinación de las antiguas técnicas novelescas con las, a la sazón, incipientes innovaciones del análisis psicológico. Véase si no, como botón de muestra, el trazo de la siguiente silueta:


Mademe de Sévigné pertenecía a esa clase de seres selectos en quien la fuerza de la naturaleza es tan abundante y gloriosa que se desborda en todas direcciones, y dota todo cuanto toca de la virtud de la propia vitalidad. Era el sol de todo un sistema, un sistema que vivía de su luz, que todavía vive para nosotros en una suerte de mortalidad refleja” (pág. 65).


Retratos en miniatura (1931) compone una doble serie de breves ensayos biográficos consagrados, por un lado, a un conjunto de personajes históricos, de muy diferente naturaleza, desde la época isabelina hasta la era victoriana; por otro, a seis de los más eminentes historiadores ingleses de tal intervalo histórico. En el primer conjunto desfilan diversos actores de la historia de Inglaterra en los siglos XVII y XVIII, tratados con un humor tierno: un poeta e inventor amateur amigo de la reina Isabel, un teólogo impenitente, un anticuario y biógrafo, un director del Trinity College asceta y meticuloso que sufrió una apoplejía, un poeta y dramaturgo inglés amigo de Jonathan Swift, un primo de Madame de Sévigné, un filólogo, helenista y cronista, decano del Trinity College, un magistrado y erudito francés que protagonizó un affaire con Voltaire, Boswell, el famoso biógrafo de Samuel Jonhson, un discípulo de Diderot, amigo además de Turgot y D’Alambert, una allegada de Horace Walpole (creador de la novela gótica) y una gran dama de la alta sociedad, intrigante y amante de Guizot. Como se ve, el único nexo común entre tan heteróclita caterva consiste en haber descollado alguna vez al amparo de algún célebre personaje o venerable institución. Pero no es esto lo significativo, sino la sutil agudeza con que se desenvuelve las observaciones del biógrafo. Tales observaciones, siempre atrevidas y marcadamente desenvueltas, a menudo ingeniosas y nunca carentes de inteligencia, alcanzan, sin embargo, el cénit de su habilidad en la segunda parte del libro, la dedicada a historiadores de la altura de Hume, Gibbon o Carlyle, aquí la historia anecdótica cede el lugar a la penetración resueltamente teórica, pues el autor nada en su propio elemento. El conjunto, en fin, compone un exquisito fragmento de mosaico de variadas e interesantes teselas pero textura uniforme y colores armoniosos.


El talento de Strachey fue tan precoz, como prematura su muerte e imperfecto su reconocimiento. Su logro histórico consistió en contribuir decisivamente a dignificar el género biográfico, hasta entonces mero instrumento subsidiario de la historiografía, cimentando, así, su plena autonomía. Quizá por ello, son necesarias unas líneas de evocatorio reconocimiento para este ejercicio audaz, sofisticado y, en buena medida, original, de desenmascaramiento de los aparentes valores victorianos; y del afectado antifaz de prejuicios, ambiciones, fanatismo, incompetencia, inepcia e intolerancia tras el que se ocultaban.


El 21 de enero de 1932 Lytton Strachey moría de cáncer. Poco después, su amante, Dora Carrington, que lo describió una vez como la única persona a quien nunca tuvo necesidad de mentir, escribió estás palabras en su memoria: “Dicen que tenemos que mantener nuestras pautas y nuestros valores vivos. Pero ¿cómo voy a poder yo, si solo los conservaba por ti? Todo era por ti. Amaba la vida únicamente porque tú la hacías tan perfecta”. En marzo de ese mismo año se descerrajaba un tiro en la cabeza.