"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






jueves, 27 de octubre de 2011

Michel Houellebecq - El mapa y el territorio

Muchos y ruidosos son los mojigatos que afectan su hazañero escrúpulo y alguna morbosa severidad para con el pensamiento sedicioso y heteróclito, y muy pocos, desgraciadamente, los dispuestos a aplaudir la diferencia específica de aquella idiosincrasia anómala que no tienen ningún género próximo. Como ya pontificó La Rochefoucauld: “las mentes estrechas suelen condenar todo lo que está más allá de su alcance”.

Y ocurre así, en efecto, con el siempre controvertido Michel Houllebecq, fenómeno cultural de las letras francófonas, cuyo solo nombre excandece al público español o provoca, en la mayoría de los aficionados a la literatura global, cierta repugnancia moral. Y es que, en España, la imagen del literato está todavía demasiado ligada a aquella beatífica modestia que tan bien supo representar el genial Borges durante toda su vida. Pero en Francia, país mucho mejor dotado para la polémica, infinitamente más curtido en el arte del desprejuicio, y a la vanguardia siempre de las más refinadas logomaquias, el hecho de un pensamiento subversivo es la mayoría de las veces bien acogido, y a menudo promocionado espectacularmente. Si ese prurito subversivo viene rubricado bajo forma novelesca, entonces colará como un éxito editorial inmediato e indiscutible.

Entronado y profusamente admirado por la escasa porción de sus incondicionales (Fernando Arrabal lo ha considerado, aunque sin dudas no lo sea, el mejor escritor francés vivo, piénsese por ejemplo en Kundera) y vituperado por una ingente masa de detractores (cuyo amplio espectro recorre desde obtusos fundamentalistas religiosos hasta agudos progresistas) como pornógrafo, islamófobo o misógino (tres actitudes que decididamente no representa), ni su persona ni su obra pueden provocar indiferencia. Lo cierto es que su ánimo polémico ha contribuido en gran medida a catapultarlo hacia la fama, y, asimismo, a que sus libros hayan invadido los anaqueles de las librerías, creciendo sus ediciones aritméticamente.


Pero de entre todos los más acerbos enemigos de la literatura, el éxito, suele ser al cabo, por fas o por nefas, el más insidioso. Y ciertamente Houellebecq no ha sabido dosificarlo, creando disputas innecesarias o provocando fútiles enfrentamientos. El hecho es que en un mundo cada vez más propenso a la lectura moral de la obra de arte, Houllebecq tiene pocas posibilidades de subsistir como el talento literario (descomprometido) que efectivamente es, y mucho, en cambio, como el provocador (mediático) que le gusta ser.


Sea como fuere, lo cierto es que como ensayísta polémico, Houellebecq está bastante lejos de resultar (por asistemático) interesante, profundo o riguroso, resulta serlo con todo en mayor medida que otros muchos. Pero como novelista (olvidemos de momento su irregular producción poética) no está todavía adecuadamente valorado (aunque el reciente Goncourt se encargará de ello). Por decirlo claramente: mientras otros autores adquieren su valor literario justamente por sus polémicas extraliterarias, Houellebecq debiera obtenerlo muy a pesar de ellas.


Ejemplo flagrante de esto lo representa el reciente volumen Intervenciones (2010), amalgama de textos misceláneos, cuya variada índole apenas se pliega a la idea de libro, y cuya desigual calidad dificulta el supuesto de un mismo artífice. Asistimos a una ilación de retales temáticos sin patrón alguno, con algún pespunte maestro, pero cuyo resultado final no es, ni de lejos, alta costura ensayística, sino más bien una andrajosa especulación sobre lo humano y lo divino, a cuya indigencia sólo escapa, por su lirismo, el texto consagrado a Neil Young; por su sensibilidad ética, el dedicado a la pedofilia; por su lucidez teórica, algunas reflexiones aisladas que en algo dignifican un grueso de artículos un tanto improvisados. Poco, en suma, tiene el Houellebecq ensayista que aportar a la preclaridad del pensamiento posmoderno francés de Lyotard, Derrida, Foucault, Deleuze, Baudrillard o Lipovetsky, nada a las fantasías antiutópicas de un Huxley o a las ficciones distópicas de un Bradbury; mucho, en cambio, aporta al arte narrativo el Houellebecq novelista, pues es la suya una prosa clara y acompasada, eminentemente reflexiva, que huye intencionadamente del embellecimiento formal pero que exhibe, no obstante, altas cotas de magisterio descriptivo. Y es que en materia de estilo Houellebecq se apropia de aquella feliz fórmula de Schopenhauer que sentencia: “La primera –y prácticamente la única- condición del buen estilo, es tener algo que decir”. A lo que habría que añadir la propia frase del prólogo de Intervenciones: “las «reflexiones teóricas» me parecen un material narrativo tan bueno como cualquier otro, y mejor que muchos”. O aquella declaración metodológica de El mundo como supermercado de que procede “por inyección brutal de teoría y de historia en el material narrativo”.


Prueba manifiesta de aquel magisterio es el recentísimo título houellebecquiano El mapa y el territorio (2011), con el que este autor maldito se consagra como campeón de las letras francesas, pero cuyas virtudes literarias eran ya más que evidentes desde su segunda novela, Las partículas elementales, donde evidenció de manera penetrante, clarificadora y sugerente, en una trama binaria, las contradicciones a las que advoca al individuo la sociedad liberal-capitalista. Contradicciones que se recogen concentradas en su último título, cuyo principal vector de dirección es la idea de que el ser de las cosas es suplantado por el gráfico de sus variaciones mercantiles. Se trata de una ficción imbuida de perspectiva apocalíptica (como lo fue también La posibilidad de una isla), que mezcla géneros con cierta solvencia, pero donde narradores y personajes parecen discurrir como reflejo de un enorme soliloquio que confiere un novedoso aunque forzado carácter a la novela. Los temas recurrentes del autor: la incomunicación, la despersonalización, la improbabilidad del amor, el narcisismo sexual, el desajuste entre el deseo y su satisfacción, la mercantilización del mundo, la angustia existencial, la frustración o el fracaso, reaparecen aquí en toda su amplitud.


Con todo, cabe precisar que Houellebecq no es, como ha dicho alguien, un escritor escéptico; tampoco, como creyeron algunos, un autor nihilista, y menos aún, como han querido ver otros, un moralista (aunque algún rasgo común podemos identificar con Le Rouchefoucauld); Houellebecq es primera y fundamentalmente, un pesimista descreído que gasta ribetes de misticismo, más emparentado con Schopenhauer o Cioran que, como a él le hubiese gustado, con Auguste Comte. Pero es además un sociólogo que gusta disfrazarse de ironía, negatividad y cinismo a fin de “describir ciertas mentiras habituales, patéticas, que la gente se cuenta a sí misma para soportar lo desgraciada que es su vida”. No obstante esto, aunque parta de la intucición de que “el universo se basa en la separación, el sufrimiento y el mal”, se aferra al deseo, altamente improbable, del amor como única y última posibilidad de redención humana. En este preciso sentido, la obra de Houellebecq supone la búsqueda, un tanto fatigada y algo escéptica, del amor y la bondad como valores excepcionales y preciosos en un sistema cuyos principales vectores de dirección son el sexo y el dinero.

Como sociólogo, Houellebecq es un perspicaz intérprete del mundo contemporáneo. Como místico, es un obstinado apóstol del desapego. Incardinado en la tradición ascética del contemptu mundi y pertrechado de los tópicos místicos de la fuga saeculi (aquellos del ubi sunt?, del pulvis sumus y del tempus fugit), Houellebecq desarrolla una especie de conciencia lúcida no resistente ni benevolente, que reposa sobre sí misma, desprovista ya de toda voluntad: que nada quiere, nada teme, nada espera del oneroso curso de un mundo mercantilizado. Una grieta abierta en la superficie del ser, más allá de todo placer y todo dolor, sin coordenadas espacio-temporales; exhibiendo una forma de delirio extático de la no presencia, equidistante de la euforia y el desasosiego, perpetuamente irreconciliado, constantemente inadaptado, que se eleva por encima de todos los fines inmanentes imaginables y que ya sólo contempla, lúcida pero agónicamente, con amarga aceptación, la deshumanización de un mundo donde el individuo “lame las heridas de la infelicidad” en el horizonte devastador, inescrutable e inmisericorde de ese nuevo trascendental que llamamos Mercado.



martes, 18 de octubre de 2011

Siegfried Lenz - Minuto de silencio



“Con lágrimas de pesar te dejamos” así canta el coro del instituto Lessing al comienzo de la novela de Siegfried Lenz titulada Minuto de silencio. Las honras fúnebres a la memoria de Stella Petersen son el motivo de tan lúgubre entonación. Desde un estrado en el vestíbulo del instituto se improvisan unas palabras de despedida por parte de los compañeros, mientras que los alumnos interrumpen constantemente la solemnidad del acto dando muestras de aburrimiento e impaciencia. Sólo Christian, estudiante del último curso de bachillerato, soporta con entereza uno de los momentos más amargos de su vida, conteniendo unas lágrimas que ya se aprecian en algunos de los miembros del claustro. Stella fue su profesora de inglés, pero también su primer amor. En el momento en el que se ruega un minuto de silencio por el triste fallecimiento de Stella, Christian evoca la trágica historia de amor entre ambos.

Este argumento, que bien podría servir para cubrir horas de programación en una emisora televisiva de bajo presupuesto, constituye el entramado de una de las obras maestra de Siegfried Lenz. Sí, una historia de amor; género al que Lenz, nacido en Lyck (Prusia Oriental) e hijo de un oficial de aduanas, licenciado en filosofía, filología alemana y escritor - uno de los más conocidos autores de novelas y relatos en la literatura alemana de postguerra y contemporánea -, nunca se había enfrentado, pero del que sale triunfante a través de un tratamiento intimista de la historia. El factor diferencial de esta novela con respecto a la manida trama pseudo-romántica es la complejidad de planos y una fina preferencia por la erótica del gesto. De la complejidad de planos tratará este escrito. Con respecto a la erótica, desvelar algunos detalles minimalistas y preciosistas que aparecen a lo largo de la novela y que define el estilo de este escritor: un bañador de rayas verdes, una espalda desnuda, una almohada compartida o una piel sonriente. Estos son alguno de los elementos que componen la felicidad jovial, y algo pueril, con la que Christian inicia su andadura por los lances amorosos.

Lenz reviste esta estructura con un discurso veraniego, lleno de sal y de pescadores, con excursiones turísticas y un malecón, regatas, bailes a la luz de la luna y una fiesta de carnaval. Aunque la impregna con el mismo barniz de solemnidad que adquieren las fotografías sepias, de esquinas dobladas y contornos difuminados. Anticuada, como de otro tiempo, llega a nuestros oídos la aventura entre Christian y Stella. Y es que Lenz a sus 83 años apuesta por no seguir ninguna moda, y nos regala un relato clásico, o casi clásico parafraseando el título de Harold Brodckey. Por eso, el lector que quiera disfrutar de esta novela, debe abandonarse a la cadencia hipnótica y al compás rítmico del fraseado de Lenz, que recuerda al suave batir de las olas del mar. Aunque a veces ese tiempo aletargado, sonoro y pesado se rompa. Y de una narración evocadora escrita en primera persona, donde el narrador da rienda suelta a sus recuerdos, seamos arrastrados por un alegato sentimental en favor de un amor perdido. Esta vez mediante una interpelación directa a través del tú. En ese vaivén lingüístico el texto pierde su serenidad y se colma de sentimientos enaltecidos con los Christian quisiera anclar su gran amor: Stella. Y nosotros, pobres lectores, acabamos zarandeados como un bote en mar arbolada.

Esta sensación de inestabilidad es intencionada. Lenz provoca en el lector este bamboleo para asociarlo al verdadero protagonista de este relato: el mar. Silencioso, oscuro, omnipresente. El relato de Lenz suena como el mar, se mueve como el mar y se siente como el mar. No sólo por el hecho de que Christian ayude a su padre con el barco de recreo o la barcaza para dragar piedras. Ni siquiera porque el Leitmotiv con el que se nos presenta a Stella sean unas vacaciones en yate por las islas danesas. Sino porque la metáfora que nos insinúa Lenz en este relato empareja el amor con el mar. ”Love is a warm bearing wave”, escribe Stella en una postal dirigida a su alumno. Christian se acercar a este sentimiento de una manera alocada, irreflexiva y disparatada, como un chapuzón de verano. Será la propia Stella, la que con una simple exclamación: ¡Ah, Christian!, insinúe que el amor es insondable, inescrutable e impredecible, lleno de escollos y de calas zainas.

La novela de Lenz profundiza la temática de la desigualdad. La relación entre Christian y Stella es asimétrica en cuanto a la edad, la posición social, pero, sobre todo, por las emociones que alimenta en cada uno de ellos. El personaje de Christian está construido desde la fórmula del “fueron felices y comieron perdices”. A este reino pertenecen un gran elenco de personajes secundarios, aunque principalmente marineros y pescadores. Entre tanto pez exótico destacan, por su carga de humor y por el dramatismo implícito, dos figuras: el padre de Stella, un antiguo operador de radio en un caza de la Luftwaffe derribado en Kent durante la guerra y que vive en el país que lo retuvo prisionero, y un ornitólogo, que por culpa de su reuma no puede remar y debe ser remolcado cada vez que sale a la mar. Christian representa el papel de príncipe encantado en busca de un amor verdadero.

Stella, no. Stella sabe que su relación con Christian es escandalosa. Con suma maestría Lenz se sumerge en el mundo oscuro, apasionante, tenebroso y, al mismo tiempo, fascinante de Stella. Un mundo submarino que Lenz contextualiza magistralmente al coronar a Stella como la sirenita en la fiesta de carnaval. El peso específico de esta caracterización no admite duda. Con cuerpo de mujer y cola de pez la sirenita escapa de su elemento marino para conocer el mundo de los humanos. Simbolizando a la mujer que huye de su propio entorno, la sirenita ha de pagar con su vida por esta osadía. En el cuento de Andersen a la sirenita le es vetado el beso marital del príncipe y, para colmo, se arroja al mar cumpliendo con su destino trágico. Pero unas fuerzas mágicas, las hijas del viento, la rescatan en el último momento y la elevan hasta el cielo, su nuevo hogar. A Stella también la reclama el mar, su verdadero amante, y en él encuentra su trágico final. La asociación simbólica entre Stella y la sirenita parece debilitarse. Mientras que la sirenita es rescatada por las hijas del viento, Stella muere. Eso lo sabemos desde el comienzo de la novela. La ceremonia fúnebre concluye en un barco desde el que se lanzan las cenizas de la joven profesora al mar. Reconocimiento absoluto de que Stella pertenece a ese mundo acuático, enigmático y profundo. Pero Lenz, ofreciendo una muestra de su habilidad como ilusionista de las palabras nos ofrece un nuevo truco. Las cenizas de Stella son entregadas al mar, pero estás no acaban allí. El viento las recoge y las elevaba hasta el cielo. Y yo me pregunto: esta fuerza que en último instante rescata a Stella del mar, ¿es el viento o, más bien, sus hijas?

Un minuto de silencio no es un drama que exprima los sentimientos lacrimógenos del lector. Más bien es una novela experimental con la que Siegfried Lenz se lanza de pleno a la temática del amor. Eligiendo la metáfora del mar el escritor alemán reproduce la complejidad de este sentimiento recurriendo a gestos cotidianos que a base de usarlos conseguimos olvidar. Aunque etiquetada por algunas editoriales como novela de verano, este relato reviste una profundidad más allá de su mera historia. Repleta de períodos de calma, azotada por tormentas, apoyada por vientos elíseos, con noches de vigilia y alumbrada por un cielo estrellado, esta historia se me asemeja a una travesía en barco por el ancho mar. Porque el mar es el elemento transversal que recorre, domina y prevalece en esta lectura. Siempre mar, infinito mar. Lo curioso es que tras terminar esta lectura la sensación que nos queda, al igual que en una travesía marina, es el inevitable deseo de volver a repetir.



Jesús Martín Cardoso.