"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






miércoles, 29 de abril de 2015

Edward H. Carr ¿Qué es la historia?

Estando como estamos obnubilados por el relumbrón que viste los ropajes de la mera actualidad libresca; y cegados, por añadidura, por la fulgorosa necesidad de perpetua novedad (algo, dicho sea de paso, que obedece a una concepción edípica del tiempo), tendemos demasiado a menudo a olvidar aquellas figuras intelectuales que supieron en su tiempo aunar un pensamiento renovador con un conocimiento penetrante de la tradición. Tal es el caso de Edward Hallett Carr (1892-1982), sereno historiador, periodista mordaz y audaz diplomático británico fascinado por la cultura rusa, testador de yna mesurada, clara e instructiva obra historiográfica que, revestida de un apabullante sensatez, supo destimar tenazmente la escéptica epistemología de la historia, al tiempo que las aspiraciones dogmáticas del idealismo historiográfico.

¿Qué es la historia? podría haberse muy bien titulado ¿Qué es la filosofía de la historia?, en el doble sentido, objetivo y subjetivo, del genitivo. Pues supone efectivamente una lúcida reflexión sobre el sentido de la historia como curso de los acontecimiento, pero, además, una lucida cavilación sobre el significado de la documentación de su constancia. El primer sentido, trata de resolver las típicas cuestiones que comporta toda filosofía de la historia (sumariamente: quién es el sujeto de la historia, cuáles son sus leyes y cuál su propósito) El segundo, afronta las clásicas cuestiones de metodología historiográfica.

La originalidad de este archiconocido texto no reside tanto, pues, en el tema tratado, cuanto en la solución propuesta a tales cuestiones, una propuesta sin solución de continuidad, que apropiándose la famosa teoría aristotélica del justo medio, trata de disolver, cual Nagarjuna de la historiografía moderna, las  tradicionales postura encontradas. Se trata de una metodología que busca el equilibrio dinámico, o el balance adecuado, entre polos interpretativos opuestos sin necesidad de eliminarlos, que obedece, en suma, a esa cierta flexibilidad propia del sentido común anglosajón que sabía vadear con pericia lógica el extremismo doctrinal continental.

El libro lo conforman seis conferencias articuladas en torno a otros tantos temas medulares de toda teoría de la historia en recíproca alusión.

1. Contra el fetichismo decimonónico de la documentación objetiva de los hechos sancionado por Ranke, y frente al idealismo interpretativo de la historia como producto subjetivo de la mente del historiador avalado por Colingwood (el Benedetto Croce anglosajón), Carr propone “un proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado” (p. 40).

2. Contra el culto del individualismo propio de las fases primitivas de la conciencia histórica (Herbert Butterfield), y frente a la tendencia de los historiadores marxistas a peraltar solamente los factores sociales, Carr pondera “el peso relativo de los elementos individuales y sociales en ambos lados de la ecuación”, y la necesidad de no separar ambas nociones.

3. Contra la metodología positivista de la historia, obstinada en la búsqueda de leyes científicas generales que definan el decurso temporal; y contra el recopilador de anécdotas morales, obsesionado por la irrepetibilidad de lo circunstancial, nuestro historiador se apropia la idea nietzscheana de la prelación epistemológica de los juicios morales respectos de los datos históricos: “el proceso por el cual se da a las concepciones morales abstractas un contenido histórico específico es un proceso histórico; y además nuestros juicios morales proceden de un marco conceptual que es él mismo histórico” (p. 111).

4. El historiador es el investigador de las causas de los acontecimientos colectivos. Qué tipo de causas invoque el historiador detrás de dichos acontecimientos y en qué orden las gradúe determinará los diferentes tipos de interpretaciones históricas. Las causas podrán ser mecánicas, económicas, biológicas, psicológicas o metafísicas, pero subtiende a todas las concepciones de la historia el axioma común de que existen causas para tales acontecimientos. En este contexto, Carr pretende sustituir las concepciones de la inexorabilidad o inevitabilidad de esas causas (como la de Marx o Spengler por ejemplo) y sus versiones opuestas, casualistas o arbitrarias (Isaiah Berlin), por una netamente probabilística. “La relación del historiador con sus causas tiene el mismo carácter doble y recíproco que la relación que le une a sus hechos. Las causas determinan su interpretación del proceso histórico, y su interpretación determina la selección que de las causas hace, y su modo de encauzarlas” (p. 138). De forma que su empeño en el pasado está determinado por su interés por el futuro, que la convicción de que provenimos de alguna parte está estrechamente emparentada con la creencia de que vamos hacia a algún lugar.

5. Este interés por el futuro, por las causas finales, tiene un origen judeocristiano y se ha colado entre los historiadores bajo la cuestion del fin, la meta o el propósito de la historia, es decir, como, teleología, y a veces como escatología. La tesis del autor es que la cuestión de la finalidad de la historia, muy ligada a la del progreso, se ha resuelto siempre desde fuera de la historia, esto es, situando la presunta meta como algo inmutable más allá del dominio cambiante de lo humano (aquí coinciden whigs y liberales, hegelianos y marxistas, teólogos y racionalistas) . Y aún más, no cabe separar la cuestión del propósito o el progreso de la historia del problema del sujeto histórico, pues aquel se dirime siempre a partir de éste. “Con lo que muy bien puede ocurrir que lo que a un grupo se le antoja periodo de decadencia, a otro le parezca inicio de un nuevo paso adelante. El progreso ni significa ni puede significa progreso igual y simultáneo para todos” (p. 157s.). Si cabe hablar de progreso, apostilla Carr, será en un sentido limitado, no lineal, interrumpido y revisable. Lo cual no equivale a situarse en el desierto del relativismo sino en la playa de un pragmatismo con vistas al futuro. Sabedor de la dificultad que comporta un tal arreglo, Carr añade: “El ámbito de la verdad histórica se halla en alguna parte entre estos dos polos –el polo norte de los hechos carentes de valor y el polo sur de los juicios de valor, todavía luchando por transformarse ellos mismos en hechos” (p. 178).

6. La última conferencia de esta obra historiológica es toda una declaración de intenciones antimetafísicas de su autor: “En lo que a mí respecta –proclama nuestro historiador-, no creo en la Divina Providencia, ni en el Espíritu de Mundo, ni en el Destino Manifiesto, ni en la Historia con Mayúscula, ni en otra de cualquiera de las abstracciones que se han atribuido algunas veces al gobierno del rumbo de los acontecimientos” (p. 65). Carr sólo cree en la cada vez mayor necesidad del uso de la razón, entendida ésta no al modo eurocéntrico, sino como una paulatina atención a la emergencia en la historia de grupos y clases, de pueblos y continentes que hasta la fecha se mantuvieron al margen de ella, a partir de la idea de que la historia es un juego que se juega sin ningún tipo de Comodín en la baraja.


Partiendo del ingente marasmo de tendencias historiográficas actuales, resulta ciertamente peliagudo encontrar una posición que aúne calidad temática con perspicuidad expositiva, encontrar una que lo consiga de forma tan soberbia se debe en parte a que resulta ya algo intempestiva; pero sobre todo a la insólita proeza de una posición que se muestra clara, conciliadora, honesta, precursora, supersimplificada y, en lo fundamental, absolutamente cabal.

jueves, 5 de marzo de 2015

Gonzalo Ugidos. Grandes venganzas de la historia.


   Nemo me impune lacéssit, nadie me ofende impunemente. Este lema de la Orden de San Cardo, que figura además como divisa oficial del Reino de Escocia, suena como un basso continuo en la sinfonía de historias orquestada por Gonzalo Ugidos. Sinfonía que bien pudiéramos resumir en la frase que profiere Nietzsche en algún lugar de su Así habló Zaratustra: “Por eso tiro de vuestra red, para que vuestra furia os haga salir de la guarida de vuestra mentira y de detrás de vuestra palabra, justicia, se precipite vuestra venganza”. Y que podríamos por añadidura completar a partir de una lectura moral del tercer principio de la física newtoniana: “Si un cuerpo actúa sobre otro con una fuerza (acción), éste reacciona contra aquél con otra fuerza de igual valor y dirección, pero en sentido contrario (reacción)”.

   Decir de Gonzalo Ugidos (1956) que es o ha sido escritor, periodista, pintor, crítico y profesor es decirlo todo sin decir, sin embargo, nada relevante. Pues la indefinición de tales atributos bien podrían asemejarlo a cierta masa informe de la cual, no obstante, de distingue notablemente por lucidez, elocuencia y elegancia. Gonzalo Ugidos es un intelectual ecléctico y omnívoro, un diletante lúcido y subversivo, una mente ágil y erudita, a ratos irreverente, que ha desarrollado una extraordinaria capacidad para indagar fructuosamente los resortes internos de las acciones humanas más comunes, pero también, y sobre todo, los motivos ocultos de los individuos más heteróclitos. Es un biógrafo de raza que, como en su momento Lytton Strachey, condensa la substancia de una vida en unos pocos trazos, mediante el influjo recíproco de acción y pasión, de hechos y caracteres, de anécdotas y temperamentos. Pero es también un honesto moralista, que como Chamfort, se subleva ante la degeneración de las costumbres morales. Vale, además, afirmar de Ugidos aquello que él mismo refiere de Marat: “era un idealista entusiasta dotado de una excepcional capacidad para el análisis de ideas y de hechos. Era también un observador muy fino y esmerado, dueño de una pluma mordaz y afilada” (p. 90). Rasgos que se evidencian, más si cabe, en los espacios radiofónicos de RNE de los que, hasta donde sabemos, es artífice: Vidas contadas, Vida de tantos y Miniaturas.

   Grandes venganzas de la historia, magníficamente editado por La Esfera de los Libros, se resuelve en un alegato con vocación didáctica a favor de la pasión suprahistórica del desquite, vertebrado en una colección de narraciones presentadas en forma diacrónica, y entreveradas transversalmente con un apólogo. Se trata de una galería de retratos sin prurito taxonómico, ni pretensión teórica exhaustiva. Un lienzo rebosante de viñetas ejemplares en torno a la denostada pasión atávica de la venganza, que el autor quiere rescatar del ostracismo moralizante a dónde tradicionalmente ha sido relegada, huyendo además de todo chato relativismo. Labor de miniaturista que exhibe una pincelada detallista y atinada, evidenciando finura psicológica y versatilidad estilística.

   La versatilidad la contemplamos en un escrito misceláneo que abraza en desigual proporción la crónica periodística, la digresión, la anécdota histórico-biográfica y el relato novelesco. Disperso a veces (hay dilación en algunos pasajes considerables prescindibles) un tanto apresurado otras (hay premura en ciertos pasajes de resolución que debieran, sin embargo, ser más prolijos) pero sagaz siempre, pues el autor consigue hilvanar unas narraciones eruditas sin ser pedante, amenas sin ser toscas y profundamente didácticas sin caer en el maniqueísmo.

   La finura la admiramos en una concepción de la venganza que, salvaje considerada sin restricciones, resulta sin embargo honorable –es la tesis central- considerada desde una hábil casuística que ha de incluir al menos los motivos, la forma y la finalidad. “No soy partidario –advierte el autor- de la venganza en cualquier circunstancia, con cualquier excusa y por cualquier razón” (p. 258); sino que toda venganza cabalmente sopesada habrá de tener en cuenta tres aspectos capitales: la dilación, no en cualquier momento; la proporción, no en cualquier medida; y la ejecución, no de cualquier manera. Se propone, pues, una versión moderada y comedida -campea por aquí la sombra de la mesotes aristotélica- en su concepción y en su aplicación: no la venganza per se, sino según un modelo ejecutorio de proporcionalidad, lo que de alguna forma pretende su canalización por surcos racionales. Resultando a la postre su adecuada práctica como una de las bellas artes morales: recurso legítimo de reparación del dolor frente al mero cauce legal de la sanción en restablecimiento del orden.

   Grandes venganzas de la historia es también un canto de gratitud a la deuda intelectual contraída con un antiguo mentor (real o ficticio, poco importa) que, según confesión del propio autor, fue el responsable motriz de éstas consideraciones. Un libro, en suma, que hará las delicias de todo aquél que aún conserve el placer por los hechos bien contados y la repugnancia por los daños mal reparados.