"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






martes, 4 de noviembre de 2014

Frédéric Beigbeder. Último inventario antes de liquidación.

La literatura francesa se ha nutrido, ya desde el siglo XVI, de un concurrido elenco de enfants terribles consagrados a registrar el más exhaustivo catálogo de las miserias humanas; luciendo siempre, además, este hecho como un espléndido y característico emblema. Hasta el extremo de poder conjeturar la existencia de una heterodoxia literaria, cuya nota más definitoria sería precisamente la admonición subversiva (acerba a veces, burlona otras, mordaz siempre) cuando no, a menudo, la diatriba abiertamente apocalíptica, como una de las  categorías nucleares del despliegue literario galo de los últimos cinco siglos.
En efecto, desde Rabelais o Voltaire, hasta Duteurtre o Houllebecq, la contrafigura del intelectual anatematizado viene realizando históricamente aquello que la iconoclasia de Derrida conceptualizara filosóficamente como deconstrucción.  La consecuencia de ello en la actualidad es que en el estamento letrado se rivaliza con denuedo por el  privilegio que supone la concesión del título honorifico del más conspicuo representante de la, valga el barbarismo, enfant-terribilità francesa.

Frédéric Beigbeder (1965) publicitario, editor, dj, actor, novelista, presentador televisivo, columnista, editor y ensayista (entrecomíllese a placer) es el penúltimo efebo empecatado de esta saga, mostrándose respecto de ella, como un intruso y diletante, como un  advenedizo oportunista y panfletario, como un truhán que juega a ser lúcido sin conseguir siquiera llegar a ser culto. Este postrer bufón mesiánico de las letras francófonas, cuya fatuidad iguala sólo a su facundia, irrumpió en la escena literaria en 1990 con Memoria de un joven perturbado, pero se manifestó expeditivamente siete años después al publicar la novela, en clave de amarga sátira, El amor dura tres años. Sin embargo, su advenimiento a la literatura dista mucho de ser neto, y no precisamente porque no fuese nato (casos hay en las letras de espléndidos ejemplos adventicios), sino porque todo en él (incluida la escritura), es pose e impostura. Defecto de exageración y propensión a la artificialidad que obedecen a un inconfesado prurito de exhibicionismo, y que lo emparenta servata distantia  con algunas de las actitudes vitales de los antiguos cínicos.
Y es que la incursión de Beigbeder en la literatura es un epifenómeno tan epigonal como epidérmico, que a todas luces resulta beneficioso para el escritor pero absolutamente indiferente a la literatura misma; que pretende transparentar el mal que aqueja a la época (el capitalismo de mercado), pero que termina especulando con él; que quiere ser original, resultando a la postre sólo novedoso. Se trata la suya de una vinculación con la literatura casi parasitaria, una ectosimbiosis del tipo comensalista, podríamos decir, que pudiera hacer de él un auténtico postulante a  la posmodernidad (en el sentido muy lato y peyorativo de pastiche), pero eo ipso nunca logrará convertirlo en sujeto de veneración literaria. Es, en particular, la unión de cierto desencanto de salón, muy a la moda parisina por lo demás; y una prosa informal y divulgativa, de atributos poco genuinos, lo que nos compele a barruntar que su apogeo literario será un producto del todo efímero, fugaz y fugitivo.
No obstante esto, Beigbeder consigue en parte hacer buena aquella máxima de Schopenhauer que estatuye que “la primera –y prácticamente la única- condición del buen estilo, es tener algo que decir”. Pero aunque en el caso del nuestro pluriempleado se quiera proponer como condición necesaria no resulta, en modo alguno, del todo suficiente. Ciertamente, Beigbeder ha logrado cotas no del todo despreciables en el arte narrativo, pero la forma insolente y arrogante no esconde, en su caso, un fondo competente y talludo; pues su estilo, delicuescente y un tanto engolado, se compadece mal con un propósito admirable en su intención (cauterizar los males del capitalismo de mercado) aunque deshonesto en su realización; pues esa sofisticación desenfadada, que puede al cabo favorecer al fasto de una novela destinada al gran público, se resuelve enteramente nefasta para el ensayo literario.
Y es exactamente eso lo que ocurre con Último Inventario antes de liquidación, que pasa por ser el mayor fraude de sedicente crítica literaria de los últimos tiempos. De hecho, considerar solamente su presunto estatus hermenéutico acaso sea ya un exceso mediático propio de un calibrado despliegue de estrategia publicitaria impropio de una editorial de la talla de Anagrama, que obviamente ofrece cobertura a un subproducto literario de este pelaje respondiendo al sólo cálculo de productividad mercantil de un autor tan comercial como Beigbeder.

El propósito fundamental, tan antiguo como ingenuo, que subtiende al entretenimiento beigbederiano está trufado de recelo roussoniano. De la misma forma que Rousseau quiso establecer las respectivas condiciones por las cuales la sociedad, la familia y el individuo pueden volver a su condición natural, saliendo de la degeneración artificial que supone su despliegue histórico; Beigbeder pretende, de manera infinitamente más simple, propugnar una mirada adánica, o una exégesis prístina, no mancillada por las capas históricas de la interpretación, abogando por una interpretación natural pre-babélica, anterior y superior a la confusión de los lenguajes críticos y crípticos. Una mirada que pretende recuperar una supuesta lectura pura, virginal e icástica, no deshonrada con el detritus del análisis académico, ajena a toda confusión interpretativa. Como si pudiésemos  salirnos de nuestro pellejo cultural asiendo, cual Barón de Munchhaussen, alguna presunta naturaleza, y acceder así, a una lectura natural, espontánea y refrescante de los clásicos.

Último Inventario antes de liquidación resulta así definitivo en el repertorio de perogrulladas críticas, al no proceder con orden ni con precisión, que literalmente liquida cualquier criterio crítico al proponer lo que podríamos denominar una hermenéutica del diletante o del posmoderno reactivo, que opera mediante “frivolidad e inconsecuencia” para desacralizar los clásicos, que ningunea el aparato crítico a fin de de superar el efecto, o el defecto, intimidatorio del genio literario y que, de una forma supuestamente divertida (que nunca debería volver a hacer), pretende inventariar la historia de la literatura como si de un programa televisivo de variedades se tratase.

La descarada y reiterada memez del recurso con que se abren la mayoría de las entradas, el tropel de lugares comunes de la literatura con que se prosiguen, y el inefable patetismo con el que se cierran, hacen de este libro un candidato más que aceptable para el catálogo de bagatelas revestidas de novedad destinadas a olvidar. Un libro, en fin, cuya primera lectura debe resultar la última, y cuyo pasaje más profundamente didáctico, bien informado y resueltamente inteligente es aquel que prosigue al punto y final.

Agradezcamos, al menos, a Beigbeder cierta delineación de principios en la figura de su simpático alter ego en Socorro, perdón: “Me gusta repetir que mi estupidez es la de mi época, pero en el fondo sé que mi época es sólo un pretexto y que mi estupidez me pertenece” (p. 40).