"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






jueves, 6 de diciembre de 2012

Thomas de Quincey: Confesiones de un inglés comedor de opio.


"El primer vaso –salmodiaba Lucio Apuleyo allá por el siglo II- corresponde a la sed; el segundo, a la alegría; el tercero, al placer; el cuarto, a la insensatez”. Como buen cultivado, Thomas de Quincey supo recordarnos el destilado de esta sabiduría aristotélica; como buen vividor, quiso a menudo olvidarla. 

Y es que el impróvido periplo vital de Thomas de Quincey estuvo jalonado por profundos avatares pecuniarios y enormes tribulaciones salutíferas. Su extracción social burguesa pudo procurarle, sin embargo, una infancia acomodada, acreedora de una esmerada aunque severa y despótica educación, a la que, por imperativo de díscola autonomía, quiso renunciar, incluso a fuer de verse avocado a la más extrema de las indigencias, circunstancia ésta que le compelió a apurar el cáliz de los sufrimientos más ignotos, y a aquellos consabidos excesos que finalmente cristalizaron en su celebérrima biografía Confesiones de un inglés comedor de opio

Helenista precoz, erudito polígrafo y misceláneo, heterodoxo pertinaz y extremadamente sensible, autor tutelar del parnaso decadentista, promotor de los poetas laquista y ¿por qué no? opiófago recalcitrante, Thomas de Quincey (1785-1859) representa una de las más rarae aves de toda la fauna exótica de la literatura europea. Prolífico y desigual, algunas de sus páginas no encuentran parangón en toda la literatura inglesa, y son ínclito ejemplo de un humor, un ingenio y una cultura que raramente encontramos hilvanados con tamaña maestría, acaso sólo igualada anteriormente por el audaz genio satírico de Jonathan Swift

Se trata, sin embargo, el suyo del talante más introspectivo de los ensayistas ingleses decimonónicos, cuyos temas son de una marginalidad extraordinaria, y el tratamiento procurado de una portentosa amoralidad, entendida como neta sujeción a una ley individual eudemonista abiertamente contraria a cualquier imposición normativa patógena y gregaria. Dicho talante puede calibrarse en cierta declaración del propio autor: “si la naturaleza albergaba algún plan para convertirme en su ejemplo, yo estaba dispuesto a frustrar su expectativa”. Porque parte de su acervo se cifró en la transmutación estética de lo que a la sazón eran valores éticos, lo que se patentiza ya desde el título de otra de sus más célebres obras: Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Su método suele descomponer la naturaleza de cualquier hecho presuntamente moral a la luz del prisma multifacético de una mentalidad irónica y analítica de difícil parangón, franca enemiga de esa fatua simplificación moral a la que propende la común mojigatería de las mentes más mediocres. Lo que supone por lo demás una de las a menudo tristes razones que suelen aducirse para no considerar a este británico romántico de acuerdo con lo que creemos uno de sus más incontrovertibles, aunque en gran medida inexplorados, méritos. Otro consiste en el apercibimiento, con una centuria de antelación al descubrimiento freudiano, de una inaudita potencialidad de la esfera onírica. 


Y adivinamos esto, en efecto, en las Confesiones de un inglés comedor de opio, dadas a la estampa en 1821, que representan una meditación brillantemente articulada en torno al sesgo obstinado de un hábito farmacológico de una dependencia autoconsciente que, por lo mismo, no llega a ser simplemente adictiva, y nunca, por carecer de vestigio de ignominia, inculpatoria. Lo estupendo de esta obra es el contraste dibujado entre los maléficos defectos del opio y sus más benéficos y salvíficos efectos. 

El relato ostenta, además, una formidable capacidad para articular lúcida, y a menudo circularmente, la cuádruple causa que indujeron al autor a un consumo crónico y exponencial del opio, junto a la subversión de un triple tópico mantenido comúnmente respecto a sus efectos. Porque fueron el dolor físico, provocado por las enormes privaciones de su vida errabunda, y el dolor metafísico, derivado de una dramático desencuentro amoroso (causas eficientes), lo que efectivamente condujeron a De Quincey al paulatino incremento en la ingesta de láudano (causa material) como remedio analgésico de las dolencias somáticas y como solución lenitiva de los padecimientos espirituales (causas formales) en pos de la consecución de cierto placer compensatorio (causa final). Circunstancias que en sí mismas no hubiese evidenciado el provecho de su conmovedora experiencia si, además, y contra la creencia habitual, no hubiera concentrado una sabiduría históricamente tan subversiva como simbólicamente controvertida en torno a los efectos del opio, a saber: que el poder del opio es mayor sobre el sueño que sobre la vigilia, que no existe una supuesta necesidad de aumentar progresivamente su dosis, y que no produce merma alguna, sino, antes al contrario, potenciación, de las capacidades intelectivas. Además, supo radiografiar con espeluznante pulcritud, sin traza de moralismo y con un humor a menudo desconcertante, los horrores de sus epifanías oníricas al tiempo que sus placeres más excelsos. 

Y aunque la confesión sea ciertamente el género que aproxima asintóticamente esta obra al legado testimonial de un Agustín de Hipona o un Rousseau; la total ausencia de cualquier atisbo de intención moralizante, supone la suprema diferencia que la especifica. Estamos ante un ensayo autobiográfico que acopla por hibridación cierto fondo lírico con un afán polémico en inaudita perspectiva. 

 Alusión insoslayable requiere la exquisita prosa de De Quincey, que presenta todos los encantos de la exuberancia y grandilocuencia del estilo asiático, aunque algo empañado por cierta propensión a la hinchazón retórica, a la digresión y a la profusión de citas grecolatinas. A pesar de lo cual, cabe erigirlo como un indiscutible preceptor en la elaborada distribución de la prosa, con un habilísimo manejo de ese ritmo sintáctico de amplio periodo y erudita terminología cuya fuente podemos remontar a la oratoria latina, pero más particularmente a la tradición ciceroniana inglesa de cláusulas balanceadas. El estilo dequinceano sabe conjugar perfectamente, por lo demás, en un virtuosismo a veces errático o laberíntico pero casi siempre resuelto y elegante, una elevada sensibilidad con un refinado entendimiento.

 Thomas de Quincey logró obtener una más que discreta fama entre sus contemporáneos, aunque un parco correlato en honor y prácticamente nula correspondencia en rango. Tras su muerte fue aclamado por el fervor poético tardorromántico, y reclamado además, con furor, como uno de los principales valedores de la causa estética heterodoxa del decadentismo, gozando de gran predicamento, en fin, entre algunos autores del pasado siglo, entre los que sobresalió Borges. Paradójicamente su influencia sobre la literatura francesa fue considerablemente mayor que la que logró ejercer sobre la inglesa, que mostró cierta indiferencia ante el fruto de sus padecimientos. Y es que él mismo atestiguaba estar convencido de “cuán fácilmente un hombre que nunca ha sufrido gran quebranto puede pasar por la vida sin saber nada de la posible bondad del corazón humano, o, como debo añadir con un lamento, de su posible vileza”.