"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






jueves, 27 de octubre de 2011

Michel Houellebecq - El mapa y el territorio

Muchos y ruidosos son los mojigatos que afectan su hazañero escrúpulo y alguna morbosa severidad para con el pensamiento sedicioso y heteróclito, y muy pocos, desgraciadamente, los dispuestos a aplaudir la diferencia específica de aquella idiosincrasia anómala que no tienen ningún género próximo. Como ya pontificó La Rochefoucauld: “las mentes estrechas suelen condenar todo lo que está más allá de su alcance”.

Y ocurre así, en efecto, con el siempre controvertido Michel Houllebecq, fenómeno cultural de las letras francófonas, cuyo solo nombre excandece al público español o provoca, en la mayoría de los aficionados a la literatura global, cierta repugnancia moral. Y es que, en España, la imagen del literato está todavía demasiado ligada a aquella beatífica modestia que tan bien supo representar el genial Borges durante toda su vida. Pero en Francia, país mucho mejor dotado para la polémica, infinitamente más curtido en el arte del desprejuicio, y a la vanguardia siempre de las más refinadas logomaquias, el hecho de un pensamiento subversivo es la mayoría de las veces bien acogido, y a menudo promocionado espectacularmente. Si ese prurito subversivo viene rubricado bajo forma novelesca, entonces colará como un éxito editorial inmediato e indiscutible.

Entronado y profusamente admirado por la escasa porción de sus incondicionales (Fernando Arrabal lo ha considerado, aunque sin dudas no lo sea, el mejor escritor francés vivo, piénsese por ejemplo en Kundera) y vituperado por una ingente masa de detractores (cuyo amplio espectro recorre desde obtusos fundamentalistas religiosos hasta agudos progresistas) como pornógrafo, islamófobo o misógino (tres actitudes que decididamente no representa), ni su persona ni su obra pueden provocar indiferencia. Lo cierto es que su ánimo polémico ha contribuido en gran medida a catapultarlo hacia la fama, y, asimismo, a que sus libros hayan invadido los anaqueles de las librerías, creciendo sus ediciones aritméticamente.


Pero de entre todos los más acerbos enemigos de la literatura, el éxito, suele ser al cabo, por fas o por nefas, el más insidioso. Y ciertamente Houellebecq no ha sabido dosificarlo, creando disputas innecesarias o provocando fútiles enfrentamientos. El hecho es que en un mundo cada vez más propenso a la lectura moral de la obra de arte, Houllebecq tiene pocas posibilidades de subsistir como el talento literario (descomprometido) que efectivamente es, y mucho, en cambio, como el provocador (mediático) que le gusta ser.


Sea como fuere, lo cierto es que como ensayísta polémico, Houellebecq está bastante lejos de resultar (por asistemático) interesante, profundo o riguroso, resulta serlo con todo en mayor medida que otros muchos. Pero como novelista (olvidemos de momento su irregular producción poética) no está todavía adecuadamente valorado (aunque el reciente Goncourt se encargará de ello). Por decirlo claramente: mientras otros autores adquieren su valor literario justamente por sus polémicas extraliterarias, Houellebecq debiera obtenerlo muy a pesar de ellas.


Ejemplo flagrante de esto lo representa el reciente volumen Intervenciones (2010), amalgama de textos misceláneos, cuya variada índole apenas se pliega a la idea de libro, y cuya desigual calidad dificulta el supuesto de un mismo artífice. Asistimos a una ilación de retales temáticos sin patrón alguno, con algún pespunte maestro, pero cuyo resultado final no es, ni de lejos, alta costura ensayística, sino más bien una andrajosa especulación sobre lo humano y lo divino, a cuya indigencia sólo escapa, por su lirismo, el texto consagrado a Neil Young; por su sensibilidad ética, el dedicado a la pedofilia; por su lucidez teórica, algunas reflexiones aisladas que en algo dignifican un grueso de artículos un tanto improvisados. Poco, en suma, tiene el Houellebecq ensayista que aportar a la preclaridad del pensamiento posmoderno francés de Lyotard, Derrida, Foucault, Deleuze, Baudrillard o Lipovetsky, nada a las fantasías antiutópicas de un Huxley o a las ficciones distópicas de un Bradbury; mucho, en cambio, aporta al arte narrativo el Houellebecq novelista, pues es la suya una prosa clara y acompasada, eminentemente reflexiva, que huye intencionadamente del embellecimiento formal pero que exhibe, no obstante, altas cotas de magisterio descriptivo. Y es que en materia de estilo Houellebecq se apropia de aquella feliz fórmula de Schopenhauer que sentencia: “La primera –y prácticamente la única- condición del buen estilo, es tener algo que decir”. A lo que habría que añadir la propia frase del prólogo de Intervenciones: “las «reflexiones teóricas» me parecen un material narrativo tan bueno como cualquier otro, y mejor que muchos”. O aquella declaración metodológica de El mundo como supermercado de que procede “por inyección brutal de teoría y de historia en el material narrativo”.


Prueba manifiesta de aquel magisterio es el recentísimo título houellebecquiano El mapa y el territorio (2011), con el que este autor maldito se consagra como campeón de las letras francesas, pero cuyas virtudes literarias eran ya más que evidentes desde su segunda novela, Las partículas elementales, donde evidenció de manera penetrante, clarificadora y sugerente, en una trama binaria, las contradicciones a las que advoca al individuo la sociedad liberal-capitalista. Contradicciones que se recogen concentradas en su último título, cuyo principal vector de dirección es la idea de que el ser de las cosas es suplantado por el gráfico de sus variaciones mercantiles. Se trata de una ficción imbuida de perspectiva apocalíptica (como lo fue también La posibilidad de una isla), que mezcla géneros con cierta solvencia, pero donde narradores y personajes parecen discurrir como reflejo de un enorme soliloquio que confiere un novedoso aunque forzado carácter a la novela. Los temas recurrentes del autor: la incomunicación, la despersonalización, la improbabilidad del amor, el narcisismo sexual, el desajuste entre el deseo y su satisfacción, la mercantilización del mundo, la angustia existencial, la frustración o el fracaso, reaparecen aquí en toda su amplitud.


Con todo, cabe precisar que Houellebecq no es, como ha dicho alguien, un escritor escéptico; tampoco, como creyeron algunos, un autor nihilista, y menos aún, como han querido ver otros, un moralista (aunque algún rasgo común podemos identificar con Le Rouchefoucauld); Houellebecq es primera y fundamentalmente, un pesimista descreído que gasta ribetes de misticismo, más emparentado con Schopenhauer o Cioran que, como a él le hubiese gustado, con Auguste Comte. Pero es además un sociólogo que gusta disfrazarse de ironía, negatividad y cinismo a fin de “describir ciertas mentiras habituales, patéticas, que la gente se cuenta a sí misma para soportar lo desgraciada que es su vida”. No obstante esto, aunque parta de la intucición de que “el universo se basa en la separación, el sufrimiento y el mal”, se aferra al deseo, altamente improbable, del amor como única y última posibilidad de redención humana. En este preciso sentido, la obra de Houellebecq supone la búsqueda, un tanto fatigada y algo escéptica, del amor y la bondad como valores excepcionales y preciosos en un sistema cuyos principales vectores de dirección son el sexo y el dinero.

Como sociólogo, Houellebecq es un perspicaz intérprete del mundo contemporáneo. Como místico, es un obstinado apóstol del desapego. Incardinado en la tradición ascética del contemptu mundi y pertrechado de los tópicos místicos de la fuga saeculi (aquellos del ubi sunt?, del pulvis sumus y del tempus fugit), Houellebecq desarrolla una especie de conciencia lúcida no resistente ni benevolente, que reposa sobre sí misma, desprovista ya de toda voluntad: que nada quiere, nada teme, nada espera del oneroso curso de un mundo mercantilizado. Una grieta abierta en la superficie del ser, más allá de todo placer y todo dolor, sin coordenadas espacio-temporales; exhibiendo una forma de delirio extático de la no presencia, equidistante de la euforia y el desasosiego, perpetuamente irreconciliado, constantemente inadaptado, que se eleva por encima de todos los fines inmanentes imaginables y que ya sólo contempla, lúcida pero agónicamente, con amarga aceptación, la deshumanización de un mundo donde el individuo “lame las heridas de la infelicidad” en el horizonte devastador, inescrutable e inmisericorde de ese nuevo trascendental que llamamos Mercado.



martes, 18 de octubre de 2011

Siegfried Lenz - Minuto de silencio



“Con lágrimas de pesar te dejamos” así canta el coro del instituto Lessing al comienzo de la novela de Siegfried Lenz titulada Minuto de silencio. Las honras fúnebres a la memoria de Stella Petersen son el motivo de tan lúgubre entonación. Desde un estrado en el vestíbulo del instituto se improvisan unas palabras de despedida por parte de los compañeros, mientras que los alumnos interrumpen constantemente la solemnidad del acto dando muestras de aburrimiento e impaciencia. Sólo Christian, estudiante del último curso de bachillerato, soporta con entereza uno de los momentos más amargos de su vida, conteniendo unas lágrimas que ya se aprecian en algunos de los miembros del claustro. Stella fue su profesora de inglés, pero también su primer amor. En el momento en el que se ruega un minuto de silencio por el triste fallecimiento de Stella, Christian evoca la trágica historia de amor entre ambos.

Este argumento, que bien podría servir para cubrir horas de programación en una emisora televisiva de bajo presupuesto, constituye el entramado de una de las obras maestra de Siegfried Lenz. Sí, una historia de amor; género al que Lenz, nacido en Lyck (Prusia Oriental) e hijo de un oficial de aduanas, licenciado en filosofía, filología alemana y escritor - uno de los más conocidos autores de novelas y relatos en la literatura alemana de postguerra y contemporánea -, nunca se había enfrentado, pero del que sale triunfante a través de un tratamiento intimista de la historia. El factor diferencial de esta novela con respecto a la manida trama pseudo-romántica es la complejidad de planos y una fina preferencia por la erótica del gesto. De la complejidad de planos tratará este escrito. Con respecto a la erótica, desvelar algunos detalles minimalistas y preciosistas que aparecen a lo largo de la novela y que define el estilo de este escritor: un bañador de rayas verdes, una espalda desnuda, una almohada compartida o una piel sonriente. Estos son alguno de los elementos que componen la felicidad jovial, y algo pueril, con la que Christian inicia su andadura por los lances amorosos.

Lenz reviste esta estructura con un discurso veraniego, lleno de sal y de pescadores, con excursiones turísticas y un malecón, regatas, bailes a la luz de la luna y una fiesta de carnaval. Aunque la impregna con el mismo barniz de solemnidad que adquieren las fotografías sepias, de esquinas dobladas y contornos difuminados. Anticuada, como de otro tiempo, llega a nuestros oídos la aventura entre Christian y Stella. Y es que Lenz a sus 83 años apuesta por no seguir ninguna moda, y nos regala un relato clásico, o casi clásico parafraseando el título de Harold Brodckey. Por eso, el lector que quiera disfrutar de esta novela, debe abandonarse a la cadencia hipnótica y al compás rítmico del fraseado de Lenz, que recuerda al suave batir de las olas del mar. Aunque a veces ese tiempo aletargado, sonoro y pesado se rompa. Y de una narración evocadora escrita en primera persona, donde el narrador da rienda suelta a sus recuerdos, seamos arrastrados por un alegato sentimental en favor de un amor perdido. Esta vez mediante una interpelación directa a través del tú. En ese vaivén lingüístico el texto pierde su serenidad y se colma de sentimientos enaltecidos con los Christian quisiera anclar su gran amor: Stella. Y nosotros, pobres lectores, acabamos zarandeados como un bote en mar arbolada.

Esta sensación de inestabilidad es intencionada. Lenz provoca en el lector este bamboleo para asociarlo al verdadero protagonista de este relato: el mar. Silencioso, oscuro, omnipresente. El relato de Lenz suena como el mar, se mueve como el mar y se siente como el mar. No sólo por el hecho de que Christian ayude a su padre con el barco de recreo o la barcaza para dragar piedras. Ni siquiera porque el Leitmotiv con el que se nos presenta a Stella sean unas vacaciones en yate por las islas danesas. Sino porque la metáfora que nos insinúa Lenz en este relato empareja el amor con el mar. ”Love is a warm bearing wave”, escribe Stella en una postal dirigida a su alumno. Christian se acercar a este sentimiento de una manera alocada, irreflexiva y disparatada, como un chapuzón de verano. Será la propia Stella, la que con una simple exclamación: ¡Ah, Christian!, insinúe que el amor es insondable, inescrutable e impredecible, lleno de escollos y de calas zainas.

La novela de Lenz profundiza la temática de la desigualdad. La relación entre Christian y Stella es asimétrica en cuanto a la edad, la posición social, pero, sobre todo, por las emociones que alimenta en cada uno de ellos. El personaje de Christian está construido desde la fórmula del “fueron felices y comieron perdices”. A este reino pertenecen un gran elenco de personajes secundarios, aunque principalmente marineros y pescadores. Entre tanto pez exótico destacan, por su carga de humor y por el dramatismo implícito, dos figuras: el padre de Stella, un antiguo operador de radio en un caza de la Luftwaffe derribado en Kent durante la guerra y que vive en el país que lo retuvo prisionero, y un ornitólogo, que por culpa de su reuma no puede remar y debe ser remolcado cada vez que sale a la mar. Christian representa el papel de príncipe encantado en busca de un amor verdadero.

Stella, no. Stella sabe que su relación con Christian es escandalosa. Con suma maestría Lenz se sumerge en el mundo oscuro, apasionante, tenebroso y, al mismo tiempo, fascinante de Stella. Un mundo submarino que Lenz contextualiza magistralmente al coronar a Stella como la sirenita en la fiesta de carnaval. El peso específico de esta caracterización no admite duda. Con cuerpo de mujer y cola de pez la sirenita escapa de su elemento marino para conocer el mundo de los humanos. Simbolizando a la mujer que huye de su propio entorno, la sirenita ha de pagar con su vida por esta osadía. En el cuento de Andersen a la sirenita le es vetado el beso marital del príncipe y, para colmo, se arroja al mar cumpliendo con su destino trágico. Pero unas fuerzas mágicas, las hijas del viento, la rescatan en el último momento y la elevan hasta el cielo, su nuevo hogar. A Stella también la reclama el mar, su verdadero amante, y en él encuentra su trágico final. La asociación simbólica entre Stella y la sirenita parece debilitarse. Mientras que la sirenita es rescatada por las hijas del viento, Stella muere. Eso lo sabemos desde el comienzo de la novela. La ceremonia fúnebre concluye en un barco desde el que se lanzan las cenizas de la joven profesora al mar. Reconocimiento absoluto de que Stella pertenece a ese mundo acuático, enigmático y profundo. Pero Lenz, ofreciendo una muestra de su habilidad como ilusionista de las palabras nos ofrece un nuevo truco. Las cenizas de Stella son entregadas al mar, pero estás no acaban allí. El viento las recoge y las elevaba hasta el cielo. Y yo me pregunto: esta fuerza que en último instante rescata a Stella del mar, ¿es el viento o, más bien, sus hijas?

Un minuto de silencio no es un drama que exprima los sentimientos lacrimógenos del lector. Más bien es una novela experimental con la que Siegfried Lenz se lanza de pleno a la temática del amor. Eligiendo la metáfora del mar el escritor alemán reproduce la complejidad de este sentimiento recurriendo a gestos cotidianos que a base de usarlos conseguimos olvidar. Aunque etiquetada por algunas editoriales como novela de verano, este relato reviste una profundidad más allá de su mera historia. Repleta de períodos de calma, azotada por tormentas, apoyada por vientos elíseos, con noches de vigilia y alumbrada por un cielo estrellado, esta historia se me asemeja a una travesía en barco por el ancho mar. Porque el mar es el elemento transversal que recorre, domina y prevalece en esta lectura. Siempre mar, infinito mar. Lo curioso es que tras terminar esta lectura la sensación que nos queda, al igual que en una travesía marina, es el inevitable deseo de volver a repetir.



Jesús Martín Cardoso.

lunes, 6 de junio de 2011

Eugenio Trías - Prefacio a Goethe

Ficha técnica.

Título: Prefacio a Goethe

Editorial: Acantilado

ISBN: 84-96489-41-8

Fecha publicación: Marzo 2006

Plaza edición: Barcelona

Páginas: 140

Precio: 11 euros

Género: Biografía intelectual


Como figura estatuaria, cuasi olímpica, de caracteres míticos y perfiles legendarios, Goethe ha ejercido un influjo hipnótico, aunque desigual, en Occidente. Como mentor y emblema de la cultura alemana, paladín del género didáctico del Sturm und Drang primero y coloso del clasicismo mitopoietico en el periodo de Weimar después, ha sido objeto de los más diversos predicamentos, laudatorios la mayoría de las veces en aquel caso por su genio, denigrativos casi siempre en éste por su personalidad. Como autor de una obra titánica y omniabarcante, lo fue, a su vez, de los más dispares comentarios e inverosímiles glosas. Unos la elevaron al rango de producción canónica (Harold Bloom), otros la despojaron de su condición de obra universal (T.S. Eliot), todos la interpretaron como pedestal donde se proyectaba y cincelaba, a golpe de solemne, equilibrada y precisa prosa, una personalidad sin parangón en la historia de las letras. De modo que toda actual abundancia indagatoria en su biografía o en, lo que al cabo sería lo mismo, su producción literaria vendría a ser en gran medida redundante, pues de una u otra manera, en un lugar u otro, habrá sido ya consignada pormenorizadamente con pulcritud hermenéutica.

¿Consigue, con todo, escapar el presente ensayo de este círculo hermenéutico donde la redundancia exegética provoca un eco crítico cuyo lugar común más aliterado es aquel de la obra como marca de la personalidad del artista? En alguna, pero escasa, medida.


Eugenio Trías (Barcelona 1942) no debiera necesitar presentación entre los versados en filosofía del arte o de la religión, siendo, como es, uno de los pensadores actuales más reputado y considerado en ambas disciplinas, y casi de la filosofía a secas, de entre todos los filósofos no divulgativos del panorama nacional. De un saber enciclopédico, sistemático y unitario, de orientación marcadamente ontológica y enucleada en el concepto de “límite”, la suya es una obra que se erige ya como referente insoslayable de la filosofía española de las últimas tres décadas. Algunos de sus títulos, Tratado de la pasión (1978), Lo bello y lo siniestro (1981), Los límites del mundo (1985) o La edad del espíritu (1994) constituyen verdaderos hitos del pensamiento español actual. Su reciente obra monumental El canto de las sirenas (2007) está destinada a convertirse en un clásico de referencia obligada en la filosofía de la música.


Aunque el presente estudio comienza con una doble atenuación de su alcance intencional, contempla altas pretensiones . En efecto, en tanto “prefacio”, no se trata más que de un elenco de notas abocetadas sin ánimo de sistematicidad. En lo referente al “Goethe” presentado, lo es sólo para hispanoparlantes, sin ánimo de universalidad, pues las coordenadas hermenéuticas se circunscriben a lectores españoles, para los que Goethe es, según Trías, “letra muerta”. Pero el opúsculo pretende, sin embargo y contra lo declarado en la primera intención, subvertir buena parte de los tópicos que han sustentado aquella imagen olímpica del autor del Fausto. Tomando en consideración el conjunto de su genio frente a la habitual propensión hagiográfica que considera prioritariamente la anécdota caracteropática, Trías atiende al Goethe sencillo antes que al magnificente (Novalis), al sobrio antes que al vanidoso, al indiferente antes que al egoísta, al esteta antes que al (a)moral, al burgués burócrata antes que al bohemio, al sereno antes que al apasionado, al indeciso antes que al vocacional (Ortega y Gasset), al cínico frente al reaccionario, al neoclasicista, en fin, frente al romántico. Pues “el proyecto existencial de Goethe debe medirse desde la propia pauta «clásica» que lo orientó", llevando la comprensión de la existencia como arquitectura de sí mismo a su forma más alta y perfecta.


No obstante, toda esta labor está ya realizada, de alguna manera, por otros autores, aunque a retazos dispersos. El opúsculo de Trías se propone, como lo hicieran antes Thomas Mann en «Goethe como representante de la época burguesa» y Ortega y Gasset en «Goethe desde dentro», ampliar el horizonte interpretativo desde el cual poder juzgar la multifacética figura goetheana, vista casi siempre de forma reductiva a través de alguna de sus más sangrantes aristas. Pero fue Hermann Grimm quien ya en el tercer cuarto del siglo XIX introdujo la necesidad de no ceder a la unilateralidad de la característica singular para abogar por una visión orgánica de la personalidad de Goethe. Necesidad que promulgo también Federico Gundolf cundo proponía una visión integradora de Goethe como “la mayor unidad en la cual el espíritu germano se ha encarnado”. De modo que, en este sentido, la labor que acomete Trías siendo pertinente no es, con todo, inédita.


Pero el asunto de perfilar el dintorno de un carácter como el de Goethe se enfrenta, sin embargo, a molestos escollos hermenéuticos. Como en todo genio, la condición temperamental de Goethe no se deja apresar bajo fórmulas elementales. Goethe era arrogante, pero humilde; “tolerante sin ser indulgente”; soberbio y misántropo, al tiempo que afectuoso y sociable; rebelde en gran medida, aunque respetuoso; de aparente frialdad, y no obstante hipersensible. Esto lo asume Trías notablemente en su semblanza, pero muchos de sus aciertos descriptivos son préstamos devueltos a bajo interés, cuando no apropiaciones indebidas.


En uno de los ensayos dedicados a Goethe, Thomas Mann, penetrante y sobrio, puntualiza que su comportamiento no era excéntrico, sino cortés, sencillo, solemne y ostentoso. La nota dominante de su ser era el amor al orden, cuya condición negativa era la más significativa, ya que en lo privado huía de lo trágico, ante lo que mostraba indiferente, y en lo público de lo subversivo, ante lo que se mostraba repugnado. De aquí la tan consabida frase “prefiero la injusticia al desorden”. Informa, además, de su naturaleza omnicomprensiva, severamente juiciosa, más irónica que alegre, proteica y negativa, narcisista, sabedora de su privilegiada grandeza y aun del genio superior. Lo que no es, al cabo, sino un magnífico extracto de lo que Trías pretende ofrecernos in extenso.


Otro de los tópicos, que no por certero está menos hollado, y en el que Trías incurre con particular énfasis, es aquel que quiere medir el proyecto existencial de Goethe desde el ideal renacentista del uomo universale, algo sobre lo ya incidió, a propósito del escritor alemán, R. W. Emerson en sus Hombres representativos. Incluso el empeño de abogar por la índole eminentemente clásica de Goethe está expresamente tematizado por Harold Bloom en su bosquejo canónico. Quien además matiza: “en línea con Byron y Wilde es de esos raros personajes carismáticos que se convierten en escritores y cuyo tema casi único y recurrente es un hipertrofiado amor propio, comprendido bien como carácter, como personalidad o como genio, y que cristaliza en una religión del yo”.


Podríamos encontrar, sin embargo, un especial acierto en la propuesta del estudio que nos compete. La índole de un tal acierto estriba en su pretendida imparcialidad (si es que algo así fuese posible), al compadecerse bien con la imagen que Goethe quiso legar de sí. Se trata del llamado a la suspensión del juicio estimativo del personaje en el que encarnó la obra más grande de su siglo: “Evitaré –nos previene Trías- presentar un personaje aborrecible (…) pero asimismo olvidaré las versiones hagiográficas (…) como algo que no tiene por qué exaltarse ni denigrarse”. Aunque quizá, para encontrar la única definición absolutamente aséptica, exenta de juicios de valor, debamos recurrir al propio Goethe, cuando en su Viaje a Suiza trató de describir su íntima naturaleza declarando: “Un instinto poético siempre activo, siempre operante hacia el interior y el exterior, un instinto que da forma y condensación a todas las cosas, constituye el punto central y la base de su existencia. Cuando se ha comprendido esto, se resuelven todas las otras contradicciones aparentes. Por cuanto esta fuerza es inagotable, debe expansionarse hacia el exterior para no quedar sin un fin y objeto definidos, y porque no es contemplativa, sino práctica, tiene que obrar fuera de sí misma como una contrafuerza”.


Y es que buena parte de la problemática que encontramos en los enjuiciamientos de Goethe pasa por alto dos obstáculos hermenéuticos de profundo calado pero difícil percepción, y aun más difícil resolución: la cuestión de cómo juzgar el genio por un lado, y aquella otra de cómo hacerlo a expensas de la personalidad que los sustenta. Porque da la sensación de que vida y obra son en Goethe estados subatómicos de la unidad particular que constituye como hombre, entre los cuales se establece una relación de incertidumbre, de modo tal que no se puede determinar, justamente por las razones contrarias aducidas por los críticos, simultáneamente y con precisión arbitraria, esos pares de variables hermenéuticas, u otros análogos como puedan ser experiencia y poesía. Dicho en otras palabras, en la medida que queramos precisar la moralidad de un genio, tendremos que renunciar a comprender su condición artística; e inversamente, toda pretensión de estatuir la índole artística de un genio habrá de prescindir de cualesquiera consideraciones morales.


Estamos, en fin, ante un examen introductorio a la idiosincrasia del Goethe histórico en algunas de sus facetas más ignotas, que logra apenas revelar ciertos prismas de su polimorfismo inmenso; y lo consigue sólo al yuxtaponer o confrontar, no sin cierta desenvoltura, aquellas afirmaciones que otros han ido depositando en los anaqueles de la historia de la crítica. Un compendio útil, pero reiterativo, que no obedece, por lo demás, a un plan de arquitectura sistemática ni a prurito alguno de originalidad, sino, antes bien, al fruto de una paciente labor de sólida documentación, avalada por una solvencia académica de dilatada trayectoria. http://www.boosterblog.com/

domingo, 22 de mayo de 2011

G. K. Chesterton - El hombre que sabía demasiado.


Cedo complacido y honrado este blog para presentar una excelente crítica literaria de Jesús Martín Cardoso (Doctor en Filosofía por la Universidad de Berlín). El trabajo que aquí comparece no hace sino prestigiar este espacio de reflexión cultural, además de consolidar un grado más, si cabe, nuestra ya dilatada singladura de vocación común, proyectos compartidos y sincera amistad.




Bajo el epígrafe Las Apariencias, Antonio Muñoz Molina reúne una compilación de artículos periodísticos y relatos cocidos a fuego lento, donde redefine su relación con la literatura con un repaso a algunos de sus mitos, héroes, musa y zonas intocables. De las aportaciones más sugerentes que se leen en este libro se encuentra su definición para delimitar las fronteras de la novela. Según el escritor ubetense, este noble arte describe las aventuras y desventuras de alguien que vive en desacuerdo con su condición social y comete un acto de soberbia saltándose los límites de su estamento. Así pues, tanto la loca historia de Alonso Quijano, el trágico suicidio de Madame Bovary, el intento imposible del protagonista en la novela de Proust por codearse con la aristocracia se comparan con la caída de Ícaro, el destino culpable de Edipo, los amores imposible de Calisto y Melibea o el beso perverso en la boca de Ana Ozores. Todas estas novelas, y otras tantas más, tienen como punto de partida los sinsabores de un trepa, de un temerario o de un ignorante que escala el muro que separa las castas sociales. El desarrollo de la trama dibuja las peripecias de estos usurpadores y de sus devaneos más allá del mundo que le ha sido consignado en el código genético de su estirpe. Y el desenlace: un merecido escarnio como reacción lógica al desajuste momentáneo, casi circunstancial, provocado por este acto impúdico.

Independientemente de la exactitud de ese criterio, vamos a aplicar este principio a la saga detectivesca para observar los horizontes que se nos ofrecen en una nueva comprensión del género criminal.

Así pues, y en un primer momento, podría parecer que este tipo de relatos cumple las condiciones necesarias y suficientes para aspirar al codiciado título de novela. Es evidente que la lógica aplastante de Hércules Poirot, analizando los detalles más insignificantes, obviando las evidencias más claras y desplegando grandes conocimientos de psicología, responde al esquema del desajuste circunstancial, arriba nombrado. El delincuente comete un delito y, desbaratando la sucesión lineal de lo cotidiano, se hace dueño del destino de un objeto o persona. Altera de esta forma el orden establecido del día a día. Sin embargo, la pericia de nuestro detective clarifica las circunstancias del delito. Y tras el entuerto inicial, desbaratado gracias a una solución lógica, el delincuente, sobre el que caerá todo el peso punitivo de la ley, vuelve al lugar al que pertenece y del que nunca debió de salir.

Este mismo principio recorre también los relatos de Sir Arthur Conan Doyle en su lucha contra la personificación del mal: el doctor Moriarti. Gracias a la ardua tarea del ficticio vigilante del buen hacer, Sherlock Holme, el mal, tanto físico como metafísico, es reintegrado nuevamente en el transcurso del orden natural de las cosas. En la medida en la que se ofrece una explicación lógica y, por lo tanto, una razón de ser, algo abigarrada pero en definitiva razón de ser, el crimen deja de significar una ruptura definitiva con la normalidad y es reintegrado como un proceso negativo, aunque racional, en el seno del orden cotidiano.

Ahora bien, como en la larga lista de los delitos cometidos en pro de este género no solamente existe un motivo social, un intento de eludir el cerco de la estirpe, de saltar la jerarquía del abolengo, de borrar la mancha de nacimiento, entonces estamos obligados a dictaminar que este tipo de sudokus delictivos no son dignos de alcanzar el rango de novela. Recuerden que Muñoz Molina acentuaba la idea de transgresión social y sus fronteras como rasgo característico de la novela. Y las historias de detectives no siempre cumplen este requisito.

Aunque en la serie de relatos publicados bajo el título de El hombre que sabía demasiado, Chesterton ofrece una visión diferente. Británico por nacimiento, agnóstico por convicción, anglicano por amor y cristiano por amistad, nuestro autor narra las peripecias de un personaje inusual: Horne Fisher. No sólo su impostura sino también su oficio como funcionario del Imperio le hacen merecedor de este título. Acompañado por la pluma inseparable del articulista y crítico social Harold March, que hace las veces de hilo conductor, Horne Fisher se dedica a esclarecer una serie de misteriosos asesinatos que ocurren en su presencia.

Pero la admirada maestría de Chesterton no radica solamente en ofrecer unas fantásticas paradojas para los amantes de los crímenes. Tras el apacible estilo británico de este representante del relato ingenioso, exento de sobresaltos y estridencias, con ritmo de nana y apuntalado por unas descripciones pastoriles, que a veces rozan la felicidad pueril, se oculta la tensión de lo misterioso. Chesterton toma como punto de salida lo cotidiano, un paisaje apacible, una visita de cortesía, una matutina jornada de pesca, e introduce el enigma delicadamente como un niño que posase sobre las aguas de un riachuelo un barquito de papel. Técnicamente consigue este cambio de registro recurriendo a la topografía. A diferencia de otras novelas negras en los cuentos de Chesterton la arqueología del lugar juega un papel primordial en la lógica del crimen. Y no, precisamente, por el hecho afirmativo de ser, sino por el disfuncionalidad de no ser lo que es.

Para concretar este trabalenguas hay que referirse al magnífico relato de el pozo sin fondo, que junto con el texto la venganza de la estatua cristalizan, según mi punto de vista, la plasmación máxima de la genialidad de este autor.

Una negra oquedad, localizada dentro de un oasis africano, le permite a Horne Fisher rememorar una leyenda árabe contada alrededor de este pozo. Es la moraleja final de esta fábula la que ofrece las claves precisas para resolver el enigma que se produce a consecuencia de la muerte de Lord Hatings, un alto mando de las tropas inglesas. Cherteston urde una fantástica trama en la que entrelaza el asesinato, el murmullo de lo mágico y el terror que rodea a un grupo de británicos atrapados en una guerra sin rumbo, construyendo un relato claustrofóbico en medio del desierto, el más grande de los laberintos posibles según Borges. Y en el epicentro de este microcosmos surge el pozo como figura principal de la historia, pero no precisamente como protagonista sino más bien como gran ausente.

Curiosamente en ninguna de los relatos que conforman esta compilación el horrible criminal recibe su merecido castigo. Subráyese: castigo. Es cierto que algunos personajes encuentran un final no muy feliz. Pero las circunstancias que rodean a este acto no hacen pensar en una sanción divina como venganza por las injusticias cometidas contra el orden de lo establecido. Todo lo contrario. La muerte de estos infelices es homenajeada con solemnidad y brío nacional, de manera que acaba redundando en la propia honra del criminal. Al separar la persona del personaje, Chesterton consigue derogar una de las leyes fundamentales de la narrativa: el criminal debe pagar por sus pecados. Contraviniendo también una de la reglas marcadas por Muñoz Molina.

¿Pero realmente contradice Chesterton las reglas de la novela aquí descritas? Todos sus cuentos son una demostración fehaciente de Realpolitik, un tejemaneje político, donde lo misterioso no sólo es el hecho de la muerte de uno de los personajes sino los hilos secretos del devenir político. Cada historia reproduce un crimen que debe ser encubierto por el bien de la nación británica. Pero, ¿y si fuese precisamente Inglaterra la protagonista de estas historias? ¿Y si los personajes no fuesen más que simples trepas o temerarios que tratan de colarse en los jardines privados de esta insigne isla? ¿Y si el castigo no fuese una condena a muerte sino una caída de aquellos que se quisieron subir a los lomos de esta nación? Entonces tendríamos que reconocer, siguiendo los criterios de Muñoz Molina: transgresión de lo cotidiano y salto jerárquico, que el hombre que sabía demasiado es una novela en toda regla. Solamente hay que acercarse al último de los relatos presentados bajo el titulo de la venganza de la estatua para comprobar con asombro que el protagonista, Horne Fisher, no es más que un Paolo Cinelli atrapado en las ruedas del ferrocarril de la historia. Por cierto ¿qué me dicen a cerca de cómo consigue Chesterton en estas páginas finales darle la vuelta al libro? Y es que allí donde creíamos manejar una compilación de relatos inconexos se nos presenta, de repente, un texto único.

lunes, 9 de mayo de 2011

Cioran en el centenario de su "caída en el tiempo".

Parecería, ya de entrada, un despropósito, al menos para con el homenajeado, que celebrásemos el centenario del nacimiento de un hombre que escribió una obra bajo el título Del inconveniente de haber nacido (1973), o perverso que vindiquemos de alguna manera la figura del que escribió, por lo demás, Ese maldito yo (1987). Parecería incluso atrevido, o, más aún, insolente, pretender edificación moral de un volumen llamado Breviario de podredumbre (1949) o ambicionar tónico intelectual de otro intitulado Silogismos de la amargura (1952). Pudiera parecer, en fin, de una profunda ironía glorificar al autor de Breviario de los vencidos (1993), y de un no menos profundo cinismo ensalzar el valor filosófico de El ocaso del pensamiento (1940), o acoger, sin más, en la historia de la metafísica a Adiós a la filosofía (1982). Pero hay que hacerlo: hay que celebrar, vindicar, glorificar, ensalzar y acoger la personalísima producción intelectual de Cioran. Aunque no podamos hacer mucho más, es decir, aunque no podamos, o más bien no debamos, explicarla, extractarla o analizarla.

Porque Emil Michel Cioran (Răşinari, 1911-Paris, 1995) es, en efecto, el mejor exégeta de sí mismo; cualquier glosa desprestigiaría su reflexión lúcida, de amplio aliento especulativo, cualquier ilustración empañaría su lucida prosa, de sublime factura formal. Y es que un fondo expresamente asistemático y contradictorio, y una forma impresa aforística y paradojal han propiciado una profunda dificultad hermenéutica en el intento de clasificación de este pensador atípico. El taxonomista que trata de establecer si estamos ante un filósofo cuya elocuente voluntad de estilo le sitúa entre los mejores prosistas de su época o, tal vez, ante un poeta de infinito lirismo cuyo tema es la metafísica del no ser, establece un pseudodilema. Porque Cioran no representa ninguna de esas cosas por separado, pero sí ambas a la vez y de consuno. Sea como fuere, este filósofo rumano afincado en Paris, que algunos se afanan en considerar como pensador de baja alcurnia y otros se ufanan en proclamar como prosista de elegancia consumada, debiera ser valorado antes bien por ambos aspectos inseparablemente, como una especie de estilista filosófico o de filósofo del estilo, que sustituye “el juego de la abstracción por el juego de la expresión”, y cuya arquitectura aforística de afilados dicterios pone en solfa no sólo buena parte de los conceptos, sino también de casi todas las esperanzas que han sustentado a occidente, desembocando en un escepticismo de marchamo pesimista, cuya última expresión es una mueca irredenta de angustia metafísica.


Ciorán fue objeto de los más diversos juicios: se le tildó de nihilista maniaco-depresivo, filósofo iconoclasta, pesimista amargado, irracionalista reaccionario y amoral; objeto también de las más dispares aposiciones: calumniador del universo, dandi de la nada, heresiarca del argumento, apóstata del academicismo, y un sinfín de lindezas de este jaez. Ciertamente el pensador transilvano elevó su hastío a método, su terco rencor a estilo, la nada y el sinsentido a objeto; representando por ello un momento antitético de absoluta y rotunda negatividad en la dialéctica de las certidumbres occidentales, pero al mismo tiempo, y en igual medida, un extraordinario revulsivo para la lucidez de todo aquel que quiera pensar, al menos una vez en la vida, de forma enérgica y radical.

Considerarlo demasiado en serio resultaría a buen seguro fatídico para la fuerza necesaria a la vida, ignorarlo comportaría un embrutecimiento espiritual infausto e irreversible. La mejor, la única manera de rendir justo tributo a este coloso de las tribulaciones es, y esto vale para él más que para nadie, incoar su lectura (a intervalos espaciados pero regulares, pues su efecto, como el del veneno, depende de la dosis administrada), dejándose envolver por la cadencia de una prosa sublime y procurando situarse a la altura estimulante de su inconmensurable lucidez. Vaya, pues, una selección de fragmentos de sus mejores obras como acicate para un astuto desasosiego, y vaya también nuestros más sinceros títulos de gratitud por ese extraño logro, no siempre fructuoso, de hacernos disfrutar con una autoconsciencia lúcidamente insatisfecha.





  • De Breviario de podredumbre:

La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando de aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente.


Nuestras verdades coinciden con nuestras sensaciones y nuestros problemas con nuestras actitudes.


La vida no es sino un estrépito sobre una extensión sin coordenadas, y el universo, una geometría aquejada de epilepsia.


La materia que sufre se emancipa de la gravitación, no es ya solidaria del resto del universo, se aísla del conjunto adormecido; pues el dolor, agente de separación, principio activo de individuación, niega las delicias de un destino estadístico.


Cada deseo humilla la suma de nuestras verdades y nos obliga a reconsiderar nuestras negaciones. Cada uno de nuestros deseos recrea el mundo y cada uno de nuestros pensamientos lo aniquila.


Ya no tengo parentesco con el planeta: cada instante no es más que un sufragio en la urna de mi desesperación.






  • De El ocaso del pensamiento:

Hay dos clases de filósofos: los que meditan sobre ideas y los que lo hacen sobre ellos mismos. La diferencia entre silogismo y desdicha… Para un filósofo objetivo, solamente las ideas tienen biografía; para uno subjetivo sólo la autobiografía tiene ideas. Se está predestinado a vivir próximo a las categorías o a uno mismo. En este último caso la filosofía es la meditación poética de la desdicha.


El no tener ya ilusiones es como haber servido de espejo al tocador íntimo de la vida.


La plenitud de una existencia se mide por la suma de errores almacenados, según la cantidad de ex verdades.


¡Vivir solamente encima o debajo del espíritu, en el éxtasis o en la imbecilidad! Y como la primavera de éxtasis muere en el relámpago de un instante, el oscuro crepúsculo de la imbecilidad no se termina ya nunca.


La paradoja, sonrisa formal de lo irracional.


En un mundo sin melancolía los ruiseñores se pondrían a escupir y los lirios abrirían un burdel.






  • De La tentación de existir:

Me agito, emito un mundo tan sospechoso como esa especulación mía que lo justifica, me desposo con el movimiento, que me transforma en generador de ser, en artesano de ficciones, mientras que mi verbo cosmogónico me hace olvidar que arrastrado por el torbellino de los actos no soy más que un acólito del tiempo, un agente de universos caducos.


Medimos el valor de un individuo por la suma de sus desacuerdos con las cosas, por su incapacidad para ser indiferente, por su negativa a tender hacia el objeto.


Mis convicciones son pretextos. No sucede lo mismo con mis fluctuaciones, ésas no las invento, creo en ellas, creo en ellas pese a mí. De este modo, es de buena fe y a mi pesar como os he infligido esta lección de perplejidad.


En el universo cerrado en que vive sólo escapa a la esterilidad mediante ese rebosamiento continuo que supone un juego donde el matiz adquiere dimensiones de ídolo y la química verbal logra dosificaciones inconcebibles para el arte ingenuo.


Toda idolatría del estilo parte de la creencia de que la realidad es todavía más hueca que su figuración verbal, que el acento de una idea vale más que una idea, un pretexto bien tratado más que una convicción, un giro sabiamente realizado más que una irrupción irreflexiva. Expresa una pasión de sofista. Tras una frase proporcionada, satisfecha de su equilibrio o hinchada por su sonoridad, se oculta demasiado a menudo el malestar de un espíritu incapaz de acceder por la sensación a un universo original.


El concepto empieza donde acaba el Olimpo. Pensar es dejar de venerar, es rebelarse contra el misterio y proclamar su quiebra.


No acusar a nadie, no condescender ni a la tristeza ni a la alegría, ni al pesar, reducir nuestras relaciones con el universo a un juego armonioso de derrotas, vivir como condenados serenos, no implorar a la divinidad, sino, más bien, darle un aviso… El estoicismo, fiel a sus principios, tuvo la elegancia de morir sin debatirse.


Para creer en la realidad de la salvación es preciso antes creer en la de la caída: todo acto religioso comienza con la percepción del infierno –materia prima de la fe-; el cielo sólo viene después, a guisa de correctivo y consuelo: un lujo, una superfetación, un accidente exigido por nuestro gusto de equilibrio y simetría. Sólo es Diablo es necesario.


¡En qué grasa, en qué pestilencia ha venido a alojarse el espíritu! Este cuerpo en el que cada poro elimina los suficientes efluvios como para apestar el espacio no es más que un conglomerado de basuras cruzado por una sangre apenas menos innoble, un tumor que desfigura la geometría del globo.


Existir es una costumbre que no desespero de adquirir.






  • De Ese maldito yo:

No deberíamos molestar a nuestros amigos más que para nuestro entierro.


Todo deseo suscita en mí un contra-deseo, de manera que, haga lo que haga, sólo cuenta para mí lo que no he hecho.


La naturaleza, buscando una fórmula que pudiera satisfacer a todo el mundo, escogió finalmente la muerte, la cual, como era de esperar no ha satisfecho a nadie.


Puesto que nuestros defectos no son meros accidentes de superficie, sino el fondo mismo de nuestra naturaleza, no podemos corregirlos sin deformarla a ella, sin pervertirla aún más.


En cuanto se eleva uno ligeramente por encima de la vida, ella se venga devolviéndonos a su nivel.


Nada me repugna tanto como la duda metódica. Dudar, de acuerdo, pero únicamente cuando me venga en gana.


El hombre va a desaparecer: esa era hasta ahora mi firme convicción. Entretanto he cambiado de opinión: el hombre debe desaparecer.


Lo que sé arruina lo que deseo.





jueves, 31 de marzo de 2011

Stefan Zweig - Fouché. Retrato de un hombre político

Ficha técnica

Título: Fouché. Retrato de un hombre político.

Edita: Acantilado

SBN: 978-84-92649-83-9

Fecha de publicación: Diciembre 2010

Páginas: 279

Precio: 20 euros

Género: Biografía novelada.


Nunca tuvo la substancia de la ambición adaptativa un aliado tan fiel, y nunca la intriga conspiratoria un socio tan consumado, como el astuto político francés, eminente albacea de la codicia universal y flagrante ejemplo de oportunismo, Joseph Fouché. Éste parece ser el dictamen último con que el biógrafo quisiera condenar al biografiado a una suerte de infierno dantesco. Pero, quizá, también procuró verlo, gracias a Balzac, y sin conseguirlo del todo, como un genio adaptativo capaz de mantener un máximum de poder en una época de enormes revoluciones políticas. Ésta es la antinomia psicológica que intenta afrontar Zweig, con ambigua fortuna a nuestro juicio, en su tipología del aquel político extremo, y cuya resolución se cifra en la postulación de la coexistencia, en un mismo carácter, de la audacia política y la amoralidad más patente, lo que acaso no sea para Zweig una efectiva antinomia, y sí, antes bien, dos facetas de una misma naturaleza, el haz y el envés del hombre, junto con Talleyrand, “psicológicamente más interesante de su época”.

Stefan Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis, 1942) de origen judío, austriaco y burgués; aunque de vocación humanista, europea y pacifista, fue sobre todo y sin lugar a dudas el más popular e insobornable biógrafo, junto con el que fuera su amigo André Maurois, del siglo XX. Fouché. Retrato de un hombre político fue escrito en 1929, durante el periodo más brillante y fecundo de su actividad literaria, aquella en la que escribió los retratos más memorables y sagaces de toda su producción biográfica, como María Antonieta: retrato de una reina mediocre de 1932, Erasmo de Rotterdam: triunfo y tragedia de un humanista de 1934 o Magallanes: el hombre y su gesta de 1938.

Estamos ante una biografía histórica novelada, de fuerte sesgo literario, y crítica en alto grado: evocadora a veces, inculpatoria a cada momento, refractaria a lo hagiográfico casi desde la primera línea. Un libro, ciertamente, de elegante factura, con una prosa envolvente y manejable, y que exhibe un poderoso despliegue de virtuosismo descriptivo, con ocasionales concesiones al reduccionismo histórico, que a pesar de, o precisamente por ello, sirve a un evidente incremento en la audacia del relieve psicológico, de la tensión y el dinamismo narrativo. La habitual agilidad de la prosa biográfica de Zweig, su permanente refinamiento, alcanzan aquí su máxima expresión, la cuidada construcción psicológica su exponente extremo.

El estilo de Zweig no consigue, sin embargo, despojarse del todo, tal y como él pretendió siempre (así lo atestigua en su autobiografía El mundo de ayer), de alguna superfluidad y facundia. Pero a pesar de cierta inflamada fraseología, del considerable énfasis retórico, del, quizá incluso, embellecimiento sublimado, el libro está trufado de potencial humanístico, cuyo trasfondo pacifista sirve de clave interpretativa última. El gesto típicamente zweigiano de retrotraer no sólo el motor de la historia, sino también de la literatura, la filosofía y cualesquiera otras manifestaciones de la cultura a la componente psicológica o temperamental de los individuos, sitúa sus ensayos en una línea anti-idealista, y marca al humanismo como línea de flotación de sus retratos.

Efectivamente, aquí, como en casi todos sus bosquejos biográficos (lo hace con Tolstoi, con Dostoievski y también con Nietzsche), Zweig salva a sus personajes mediante un ardid compensatorio consistente en redimir al hombre (bien sea al artista, al pensador o al político) a través de la transformación de la experiencia del dolor y el sufrimiento en material autoconsciente y, por lo mismo, sublimado y justificado. Una suerte de bonum via malum expresado conspicuamente en el siguiente fragmento “Sólo en el fracaso el artista conoce su verdadera relación con la obra, sólo en la derrota el general advierte sus errores, sólo en la caída en desgracia alcanza el hombre de Estado la verdadera visión de conjunto de la política (…) Sólo la desdicha da profundidad y amplitud a la mirada que otea la realidad del mundo” (p. 103s.).

Pero lo que Zweig describe con maestría superlativa es como Fouché, oportunista de adhesiones peregrinas y celo calculador, naturaleza anfibia y rostro jánico, estratega astuto y audaz diplomático, objeto de los ataques más acervos y de las descalificaciones más iracunda, rebotó con elasticidad proteica y vertiginosa vocación mefistotélica, de modesto profesor de seminario a diputado de la Convención; de inseguro aspirante a sacerdote en los comienzos de su vida, y ministro, después, de un rey cristiano a furibundo ateo y febril promotor anticlerical; de procónsul criminal plenipotenciario a ministro pacifista contra el furor bélico del Imperio napoleónico; de feroz revolucionario ultrajacobino, enemigo exaltado de aristócratas, a poderoso noble como duque de Otranto; de comunista avant la lettre, denostador y expropiador de riquezas, a poseedor de la segunda mayor fortuna de Francia; de republicano regicida con Luis XVI a enfático promonárquico con su hermano Luis XVIII. Quizá haya figuras históricas cuya codicia y oportunismo sean más proverbiales y patentes, más prototípicos, pero, a buen seguro, no tan profundamente operantes como la notoria forma sibilina que adquiere en la figura de Fouché.

Arribismo éste que, quizá, sea puesto de relieve de manera excesivamente expresa por Zweig cuando extrae el mínimo común denominador del periplo vital de Fouché: “Traidor nato, miserable intrigante, puro reptil, tránsfuga profesional, vil alma de corchete, deplorable inmoralista”. Éstos y otros calificativos esparcidos a lo largo de la obra y destinados a delinear recurrentemente el contorno caracterológico de Fouché (oportunistas, cauteloso, calculador, impenetrable, desconfiado, imprevisible o desleal son los más repetidos) conforman en su letanía, como pinceladas maestras unidas en trazo continuo, el fresco de ese hombre de perfil huidizo y textura tornadiza, falto de carácter, cuya esencia fue apenas conocida en su tiempo y cuya existencia es descrita por Zweig con una maravillosa precisión, a pesar de aquella forma deliberadamente temperamental.

La figura de Fouché sirve, además, como contrapunto a las dos líneas melódicas que hicieron sonar, a finales del XVIII y principios del XIX, la gran sinfonía de la Historia Universal. Quizá sea por eso que las más brillantes páginas del libro, las más logradas técnicamente por su sintaxis simétrica y acompasada, correspondan a la descripciones caracterológicas de sus antagonistas contemporáneos: Robespierre, Talleyrand y Napoleón. Sirva de ejemplo el siguiente extracto dedicado a Robespierre: “A todos ha eliminado ese hombre insignificante, ese hombre pequeño y enjuto de rostro pálido y biliar, de frente baja y retirada, de ojos pequeños y acuosos, miopes, que, anodino, estuvo largo tiempo oculto por las gigantescas figuras de sus predecesores. Pero la guadaña de la época le ha despejado el camino; desde que Mirabeau, Marat, Danton, Desmoulins, Vergniaud, Condorcet, es decir, el tribuno, el agitador, el caudillo, el escritor, el orador y el pensador de la joven República, han sido liquidados, él lo es todo en una sola persona: Pontifex maximus, Dictator y Triumphator” (p. 71).

En este sentido, Fouché aparece siempre entre bambalinas en el escenario de la Historia Universal, cambiando él si cambia el decorado, pues es a la vez actor (secundario) y tramoyista. Esta propensión morbosa a retener a toda costa el poder le obliga, las más de la ocasiones, a tomar decisiones repugnantes, a perpetrar actos execrables. De modo que, salvar a Fouché de la pira moral es una irresponsabilidad histórica, condenar, tal cual, su mimetismo político, comportaría, por lo demás, una perspectiva chata y nada estereoscópica de su valía como estratega. Valía, sin duda, que cupiera comprender más cabalmente leyendo, antes que el libro de Zweig, una obra que de forma genérica resume, define y proyecta, ya en el siglo XVII, aquellos ingredientes característicos de la personalidad de Fouché: nos referimos al Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián.

El estudio de Zweig viene, con todo, a lograr en un solo intento aquellos tres fines que para el recto discurso preceptuaba Cicerón en su clásica retórica: docere, movere y delectare; es decir, se trata la suya de un exquisita prosa instructiva que no sólo deleita, sino que, a la vez y en igual medida, conmueve y enseña. Lectura, en fin, sorprendentemente fluida, asaz edificante y, sin género de dudas, en grado sumo estimulante.



viernes, 4 de marzo de 2011

Peter Sloterdijk- Temperamentos filosóficos. De Platón a Foucault.








Leyendo el título del presente volumen cabría pensar de forma genérica en el apotegma de Walter Pater según el cual “el arte es la vida vista a través de un temperamento”; pero mucho más concretamente se podría albergar sobre su contenido aquella idea de Williams James que define la historia de la filosofía como “cierto choque de temperamentos humanos” y al filósofo como aquel que “tratará de prescindir del hecho de su temperamento”, aunque, tanto en James como en Sloterdijk, el temperamento proporcione al cabo una inclinación más fuerte que cualquiera de las más objetivas premisas. No obstante esto, el título del presente volumen alude, tal como confirma el propio autor, a aquella conocida sentencia formulada por Fichte en Introducciones a la Doctrina de la Ciencia según la cual la filosofía que uno elige depende del tipo de persona que se es.



Estas aclaraciones relativas al título podrían parecer indicar que estamos ante un ensayo filosófico en tono menor. Tal expectativa se disipa, en todo caso, incluso antes de la lectura efectiva, al poco que poseamos noticia del autor. Peter Sloterdijk es, efectivamente, pensador poco propenso a efusiones líricas de la filosofía, y mucho, en cambio, al análisis riguroso, arduo, laborioso y arriesgado, aunque no necesariamente de factura académica (ahí están como prueba la famosa Crítica de la razón cínica y la monumental trilogía Esferas). A pesar de lo cual es criticado de diletantismo por el academicismo filosófico germánico, y de virulento provocador por los cancerberos habituales de la moralidad, lo que ha suscitado respecto de su talento tan aclamada admiración como enconada denostación; algo, por lo demás, de lo que no se ha librado ninguno de los llamados librepensadores, desde Voltaire a Cioran.


A pesar de que su irrupción en la escena filosófica europea estuviese motivada por aquella famosa y virulenta polémica con el gurú de la teoría postmarxista de la razón comunicativa, a pesar, incluso, de su patente eclecticismo filosófico, Sloterdijk refulge en el cielo constelado de la filosofía mundial con brillo propio, representando en la actualidad uno de los más resueltamente dotados embajadores de la filosofía alemana en todo el orbe. Para acercarse, por otro lado, siquiera asintóticamente, a las coordenadas que ocupa Sloterdijk en el panorama filosófico europeo del siglo XXI, habría que hacer una exégesis genética de los autores en los que se filia su pensamiento y nombrar, cuando menos, a Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger y Elías Canetti.


De vastísima cultura filosófica, mimada elocuencia e intención polémica, la notable prosa de Sloterdijk ha sabido suscitar no pocas controversias (cuyo trasfondo supieron algunos captar con malevolencia) en el horizonte político, estético, sociológico y filosófico de Alemania tras la caída del muro de Berlín. Su escritura muy estilizada, voluntariamente elegante, retórica incluso, que ha conferido un notable valor a cada uno de sus textos, procede en el presente volumen por condensación, con pincelada expresionista, a todo punto carente de sistematicidad, pero incisiva y certera. Se trata, en efecto, de un libro sintético antes que analítico; de análisis sumarísimo, podríamos decir, que extrae por destilación en una prosa alambicada los componentes temperamentales de la substancia histórica que llamamos filósofos. Quien busque aquí algo que se pueda considerar un análisis riguroso, lo hará en vano, pues la compilación contiene exclusivamente reflexiones relativas a cuestiones filosóficas generales encauzadas por consideraciones idiosincrásicas o caracterológicas.


En estos temperamentos filosóficos no hay una tesis central que cupiera rebatir, una premisa nodal que impugnar, un argumento que confutar. Hay pensamientos diseminados, a veces un tanto forzadamente, a tenor de éste o aquel autor; reflexiones pertinentes pretextadas como escolios; aclaraciones cabales de los más eximios representantes de la secuencia filosófica occidental. Cada uno de los esbozos, “viñetas de pensadores” los denomina Sloterdijk, quizá ésta sea la noción más apropiada para definir el trabajo aquí abordado, es una perla de gran quilataje, pero escaso tamaño. Asistimos en efecto, a una compilación de prefacios ideados como introducción a una colección sobre la historia de la filosofía occidental proyectada por la editorial alemana Diederichs, una selección de los mejores pensadores a fin de presentar una figura cabal del interés, valor y alcance de sus logros intelectuales, una crestomatía sin duda, nunca un canon, que se mantiene “en un justo medio entre la necesidad y la arbitrariedad”, y que lo emparenta más que con el proyecto canónico de Harold Bloom en literatura, con el propósito, ganado ahora para la filosofía, de Ralph Waldo Emerson de trazar una cresta de temperamentos representativos de la cultura.


A tal fin, son ciertas elongaciones metafóricas las que provocan, en la mayoría de los casos, el efecto supremo de la belleza descriptiva que consigue Sloterdijk de esos temperamentos (cuya magnífica versión castellana debemos agradecer a Jorge Seca). Así, la metáfora bursátil cartesiana, la crematística kantiana, la terapéutica husserliana, persiguen aprehender el rasgo figurado de toda una filosofía retrotrayéndolo al término propio del carácter que la sostiene.


Respecto a la selección de autores, tres aspectos se muestran resueltamente significativos. La justificada ausencia de T. W. Adorno y M. Heidegger, explicada por los escoyos legales interpuestos por sus legatarios testamentarios. La evidente descompensación de los autores antiguos respecto de los modernos. Y la sospechosa atención a la filosofía alemana y a la vertiente idealista de la filosofía. En este sentido, son fragantes ciertas ausencias: las de Sócrates, Tomas de Aquino, Spinoza, Hobbes, Voltaire o Dewey. Y sustituibles, que no prescindibles, algunas presencias: Bruno o Kierkegaard. Una selección, en suma, necesaria pero no del todo suficiente, que, además, y en todo caso, habría que completar con el proyecto inverso acometido por el filósofo francés Michel Onfray en su Contrahistoria de la filosofía.


Nos resulta, finalmente, del todo inevitable la tentación de extraer, a modo de cierre conclusivo, algunos fragmentos característicos de la encomiable labor filosófica de Sloterdijk, con el doble propósito de mostrar cuan incómodas y provocadoras pueden resultar sus opiniones, cuan polémicos sus afanes, cuan, en fin, perspicaces sus reflexiones; y de ilustrar, además, lo refinado y envolvente de su prosa especulativa, actualizada en gran medida, un tanto recóndita a veces, a menudo brillante, siempre caústica y hermosamente desenvuelta:


“Asombroso por la plenitud de sus intereses, por la extensión de sus escritos, por la sagacidad de sus distinciones conceptuales, Aristóteles aparece como figura de frontispicio de una autoridad casi mítica en la entrada de las escuelas superiores europeas del saber”.


“El veredicto de Fichte contra el yo finito entusiasmado consigo mismo, el análisis de Schelling sobre la libertad humana abusada egoístamente, la frase de Dostoievski sobre el ser humano como el animal bípedo desgraciado, la teoría tardía de Freud sobre el autoerotismo humano, la crítica de Jaques Derrida de la palabra que se escucha a sí misma, las lamentaciones neoconservadoras sobre el individualismo de masas se nuestros días, todo ello pertenece a la historia de la inquisición antinarcisista lanzada por Agustín y los padres católicos”.



“De la espléndida serie de filósofos renacentistas que comenzaron a sacar al pensamiento europeo moderno fuera del dominio de la todopoderosa escolástica cristiana sobresale impresionante la silueta calcinada de Giordano Bruno (…) su nombre, rodeado de rumores de infamia panteísta y de audacia cosmológica, consta en las actas martiriológicas del librepensamiento moderno. Su destino póstumo ha conservado algo del esplendor del fuego fatuo y de la mala fortuna de su biografía. Da la impresión de que sus partidarios e intérpretes han hurgado más en sus cenizas que en sus escritos”.



“El fenómeno histórico-teórico de Descartes señala una radical reforma monetaria de la razón. En una época de una inflación galopante del discurso –desatado por desenfrenados mecanismos alegóricos y por excrecencias de los juegos de palabras de los teólogos-, Descartes creó un nuevo criterio de valor para los discursos sensatos, cimentados en el patrón oro de la evidencia”.


“Como un sabio hombre de negocios que reestructura su fortuna en la crisis, Kant retira sus fondos de la empresa metafísica, para invertir en negocios más trascendentales. Servirse del propio entendimiento como una fortuna irrenunciable en un mundo lleno de peligros de expropiación”.



“Schelling cultiva una historia natural de la libertad como embriología de la razón. En efecto, el joven filósofo, como un ginecólogo entusiasta, escucha atentamente con el oído puesto en el vientre de la naturaleza preñada de espíritu, para constatar en su interior los latidos de la autoconciencia todavía no dada a luz en el mundo. En su asistencia al parto de la conciencia a partir de lo todavía no consciente, Schelling adquiere las visiones intelectivas por las que acabaría figurando entre los grandes teórico del arte en la modernidad”.



“Entre los médicos filosofantes del siglo XX le corresponde un estatus especial a Edmund Husserl, el fundador de la fenomenología. Como maestro de la autopercepción pensante, se retiró con sus discípulos a un sanatorio teórico en la que no había ninguna otra medida en el orden del día que ejercicios de clarificación en el aire más puro de las descripciones detalladas. En la montaña mágica de Husserl, los estudiantes aprendían en primer y último lugar el arte abnegado de ser pacientes puros, ejercitándose en los bellos sufrimientos de la paciencia fenomenológica”.




miércoles, 9 de febrero de 2011

Victor Klemperer - Literatura universal y literatura europea


La vida de Víctor Klemperer (1881-1960) estuvo puntuada por la doble humillación de ser judío en la Alemania nacional-socialista, y de amar la cultura alemana en la época de su más formidable banalización. Como consecuencia de esa primera mancilla, hubo de renunciar en 1935, merced a las promulgadas leyes antisemitas, a la cátedra que detentaba como profesor de lenguas románicas en la Escuela Técnica Superior de Dresde. Pero también fue objeto de aquellas consabidas marginaciones que privaban de los bienes materiales a los judíos, al tiempo que, expatriándolos al gueto, alentaban públicamente todo tipo de vejaciones morales. De todo esto supo Klemperer vengarse en su fuero interno escribiendo un Diario, del que extrajo después, tras la caída del Reich, el material para escribir, como resarcimiento público, su Lingua Tertii Imperii: Notizbuch eines Philologen, notable obra donde ridiculiza, con la fina ironía del filólogo, la retórica propagandística subyacente a las deformaciones de la lengua alemana operada por los nazis para inocular aquellas ideas peregrinas con la que poder idiotizar, para luego subyugar, a las masas (y que bien pudiese haber servido de base a la angustiosa parodia que acometió George Orwell contra el lenguaje de los sistemas totalitarios en su archiconocida novela antiutópica 1984).


Presumimos, pues, que Literatura universal y literatura europea fue concebida para purificar aquella segunda mácula, por la que se vio despojado de su carta de ciudadanía, y, con ella, de la posibilidad de rendir culto espiritual a la cultura que le había sustentado existencialmente, y restituirla, de ese modo, al que creía, quizá de manera algo exagerada, el justo (léase preeminente) lugar del que había sido rebajada por el trivial simulacro cultural que supuso el Tercer Imperio alemán. Klemperer buscaba así garantizarse, contra todo pronóstico, una especie de patria sustitoria en la lengua y la literatura alemanas.


Este breve ensayo literario, depositario de una prosa ágil que combina la claridad expositiva y la erudición humanística sólo con un éxito relativo, y cuya casi ausencia de aparato crítico fluidifica su lectura sin menoscabo de la pulcritud probatoria, comienza por aclarar el concepto de Weltliterature acuñado por Goethe en sus conversaciones con Eckermann, con el propósito de rastrear sus antecedentes genéticos y señalar su desarrollo histórico. Se trata, pues, de perfilar la evolución de un concepto, cuya máxima expresión se forjó en la Alemania del siglo XIX, a fin de elucidar su actual vigencia. En efecto, Klemperer cree atisbar, acertadamente a nuestro juicio, el germen de la idea de una literatura universal en aquellos supuestos ilustrados, fomentados por Voltaire en Francia y Herder en Alemania, de cosmopolitismo y racionalidad del progreso. Pero desestima su validez canónica al tratarse de una unidad de mentalidad (formalmente análoga a la unidad teórica del Renacimiento, la religiosa del Medievo o la lingüística de la Antigüedad clásica) que significa, en el fondo, una unidad aritmética y de repetición. La verdadera unidad de la literatura europea ha de ser orgánica y de variedad, y ésta fue precisamente la que se alcanzó con el romanticismo alemán.


Klemperer recurre finalmente a Eduard Stucken para apuntalar su tesis. Y así, aunque todas las entidades abstractas utilizadas para forjar la idea de literatura universal, como la de hombre, comunidad, nación, humanidad y dios sean concebidas como círculos concéntricos no autosubsistentes sino interfecundados en sus relaciones recíprocas, “el saber y el arte con que se fusionan estos cinco círculos en la totalidad del mundo son clásicos-europeos y romántico-alemanes”.

Lo que está en liza en este estudio es la posibilidad misma de un canon como prerrequisito indispensable de una literatura universal. Pero una posibilidad tal se sustenta sólo en base a una restricción operada mediante una doble sinécdoque del tipo pars pro toto que, aunque pudiera estar justificada en el siglo XIX, no encuentra validez a mediados del XX. Concebir la literatura universal como el “bullicio armónico de todos los pueblos” comporta ciertamente una clara solución de resonancias humanísticas, que termina por disolverse cuando el concepto pueblo actúa como un reactivo limitante que designa sólo a Europa, y donde aquella armonía viene decantada por el precipitado romántico de la literatura francesa y alemana, y donde, en fin, las diferencias nacionales específicas operan ahora condensadas en esa propensión a la armonización solvente de las ideas éticas y estéticas básicas que siempre ha caracterizado al enlace covalente franco-germano.


Lectura, al cabo, no recomendada para el neófito y sólo moderadamente obligada para el versado en teoría literaria.




viernes, 14 de enero de 2011

Tolstoi en el centenario de su muerte



El centenario de la muerte de Lev Nikoláyevich Tolstoi, notorio héroe tutelar del parnaso universal, no ha parecido ser un pretexto adecuado para rescatar la vieja polémica suscitada en torno a su cuadrúple legado: el del hombre, el profeta, el artista y el moralista. Los estudios dedicados a las irrefragables virtudes del artista que fue parecen haber dejado paso a las consideraciones, más o menos documentadas, acerca del artista de la virtud que quiso ser.


Por un lado, la excelencia narrativa de Tolstoi estuvo, en el siglo pasado, fuera de toda discusión (si exceptuamos el severo juicio de Henry James que denunciaba una insuficiente habilidad de composición), y fue patentada, con ínfimas diferencias de gradación, por enormidades narrativas en el siglo XX. Nabokov, perfecto sabueso del genio individual, lo sitúa como el más grande artífice de toda la prosa rusa, por delante de Gógol, Chéjov y Turguéniev (por este orden). Marcel Proust, de insólita finura psicológica, lo compara con Balzac, elevándolo en calidad. Y es que, aunque el genio literario de Tolstoi conoce pocos ejemplos análogos en toda la historia de la literatura occidental (George Steiner lo compara con Homero, Harold Bloom con Shakespeare), su faceta filosófica es tan sólo un pastiche edulcorado, que rara vez trasciende del sermón, de sus pensadores más queridos: Sócrates, Rousseau y Schopenhauer.


En efecto, cierta concepción oracular de la sabiduría como autoconocimiento y algo de la propensión morbosa a la vida virtuosa, son reminiscencias de una actitud que encuentra su expresión más augusta en Sócrates. La profesión panteísta de amor a la naturaleza y el correlativo desprecio por los refinamientos de la sociedad y los productos de la civilización, representan un más que reconocible eco eslavo y decimonónico del dualismo rousseauniano. Buena parte del tono angustioso de su escatología apocalíptica, del soplo profético de su iconografía salvífica y del amargo énfasis de su pesimismo antropológico parecen, si no tomadas, al menos inspirados por el genio desolador de Schopenhauer. Aquellas ínfulas de su anarquismo evangélico propias del pensador cristiano, libertario y pacifista, sólo dios podría saber de dónde las tomó… Pero no se trata aquí de que las bases metafísicas de su pensamiento no sean del todo originales, sino, antes y fundamentalmente, de que dichas bases no están articuladas sistemática, consecuente y suficientemente. Evidentemente, este es un tema vasto y las anteriores filiaciones deben considerarse tan sólo como apuntes para un tratamiento más adecuado.


Por otro lado, la imagen de Tolstoi que ha prevalecido con mayor insistencia en el tiempo ha sido aquella que vinculaba directamente al autor ruso con sus logros morales. Así, para algunos (es el caso de Giovanni Pappini), Tolstoi representa el último eslabón de la gran cadena de los hombres universales, síntesis perfecta de acción y contemplación, y el prototipo de una atávica grandeza heroica digna de restauración. Otros (como Stefan Zweig), más atentos al hombre que a la obra, lo consideran el ejemplar perfecto cuya existencia sana, normal y equilibrada debe exhortarnos a la imitación. Más recientemente, Mauricio Wiesenthal ha saludado al moralista como portador del alma de un pueblo que ansiaba identificarse, mediante inverosímil sinécdoque, con la humanidad toda, y al eximio representante de los valores humanistas, para encomiar al magnífico narrador ruso como “más contradictorio que Dostoievski, tan apasionado como Púshkin y tan humano como Gógol”. Otros, en fin, incidieron en las paradojas alimentadas por la dialéctica entre el libre arbitrio individual y el iusnaturalismo determinista de su filosofía de la historia (Isaiah Berlin).


Algunos de los críticos, de antaño pero también de hogaño, se comprometen con el mismo desacierto estético al que se consagró Tolstoi en su crítica literaria: la llamada falacia intencional, por la que se niegan a separar al artista de su creación, y a ésta de la intención del artista (y en virtud de la cual el propio Tolstoi condenó el genio literario de Shakespeare por ser “moralmente neutro”). Pero, tal y como ha indicado Milan Kundera en Los testamentos traicionados, la novela es el territorio donde se suspende el juicio moral. Lo que no significa que la novela haya de ser inmoral, pero sí que cierta amoralidad (entendida como la capacidad de diferir el juicio hasta comprender todos los elementos en liza) es necesaria para el libre juego de fuerzas narrativas.


Desde nuestro enfoque queremos mitigar el clamor profético que suscitó el eremita de Yasnaia Poliana en el pasado, al tiempo que pretendemos restringir el alcance de sus logros intelectuales en el presente, pero sólo para mejor restituir la sempiterna grandeza artística de este titán de la literatura rusa. Miniaturizando al Tolstoi pensador y moralista, queremos liberarlo del peso de aquel gesto con el que quiso rubricar su imagen para la posteridad, y del que se ha nutrido, dicho sea de paso, buena parte del catálogo de perogrulladas críticas, pretéritas y actuales: nos referimos a la inmolación que escenificó del artista que era en el altar del moralista y, tal como expresa Nabokov (opinión que también comparte Ortega y Gasset), “del filósofo, bastante pedestre y de estrechas miras, aunque bienintencionado, que quería ser”.


En efecto, más allá del contexto donde la majestad profética del Tolstoi moralista tuvo una acogida comprensible, y donde el magnetismo de su heroica personalidad atrajo no pocos prosélitos en vida, y no menos acólitos póstumos, y más allá de la severidad nada edificante de su presunta filosofía (basta con leer Sonata a Kreutzer para justificar la sentencia de Harold Bloom al respecto), el interés que pueda suscitar hoy la obra de este genio narrativo es netamente artístico. Fue justamente a través de su virtuosismo formal como Tolstoi supo dar verdadera expresión a unos pensamientos que de otra forma hubiesen quedado desestimados, y, viceversa, sus consideraciones morales alcanzaron una formulación inédita gracias a la portentosa técnica con la que fueron vehiculados. El conjunto de recursos técnico de los que se valió Tolstoi para formular su credo deontológico presentan una correspondencia biunívoca con cada una de sus doctrinas, cuando no son expresión directa de su metafísica. Tales recursos son bien conocidos: el uso de la trama múltiple (frente a la simetría radial) para expresar la ramificación de motivos, el efecto de contrapunto y armonía en el desarrollo de las principales tramas para distribuir el peso narrativo, la ausencia de un final absoluto (a veces bajo la aparente forma de final con resolución), el magnífico equilibrio temporal como expresión del ritmo de la naturaleza, el monólogo interior, su prosa escueta y estratégica (a fuer de economía inhibitoria), la ejecución episódica de los temas dominantes y superdominantes, las intercalaciones digresivas de toda índole… contribuyen a peraltar aquellos dualismos en los que Tolstoi sustentó toda su vida filosófica, moral, pedagógica y profética. Pero sobre todo rezuman una sabiduría de la problemática existencial y un sprit de finesse tal, que justamente por introducir lo irracional en relación con los motivos, las decisiones y el comportamiento humanos, se podría afirmar con Zweig que “desde Goethe, no hemos conocido nunca una función espiritual tan compleja y acabada”.


Solo así puede uno comprender, pese a los venerables lugares comunes señalados por la crítica, que Tolstoi no fuese un santo, aunque tuviese una voluntad seráfica; que no fuese un creyente, aunque poseyera una fe titánica (en sí mismo y en el sustantivo abstracto en que se proyectaba: la humanidad); que tampoco fuese un profeta, siendo acreedor, sin embargo, de visiones premonitorias; y menos aún que fuese un filósofo, aunque detentase grandes dotes especulativas. Y es que, sólo cabe salvar el desfase filosófico, profético o religioso de Tolstoi si se lo oye como, en palabras de Martín de Riquer y Jose María Valverde, “una suerte de bajo continuo que actúa como fondo de trascendencia universal”. Pero Tolstoi no fue un pensador universal, ni siquiera un pensador original, tampoco un pensador riguroso. Lo que sí fue Tolstoi, de forma eminente, mayúscula y casi exclusiva, es un perspicuo exponente de una de las más geniales prosas del siglo XIX, y como tal, cabe hoy rescatarlo para nuestro acelerado siglo, apenas ya proclive a la grandeza de una obra monumental.


Salvo raras, ocasionales y desafortunadas excepciones (algo que se invirtió en su vejez), el ethos tolstoiano fue primordialmente artístico, civilizado y pagano, aunque luchara a menudo por imponer su pathos profético, anárquico, y cristiano. Su genialidad no residió ni en el fondo de éste pathos ni en la mera forma de aquel ethos, sino en la consumación artística que supo crear de la contradicción entre ambos. Y es, en efecto, de ese claroscuro de donde debemos extraer el más extraordinario fundamento de su obra. Pues, en palabras del propio Tolstoi, "toda la diversidad, todo el encanto, toda la belleza de la vida, se compone de luces y de sombras".

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jueves, 6 de enero de 2011

Friedrich Nietzsche-Sobre verdad y mentira en sentido extramoral


El fragmento a continuación transcrito pertenece al opúsculo titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral del pensador alemán Friedrich Nietzsche, fechado en 1873 y perteneciente, por tanto, a su época de juventud (aquella que Gianni Vattimo denominara el "periodo romántico" de la producción nietzscheana). El comienzo extractado posee un tout de force especulativo inigualable, y supone un consumado testimonio de lo que Sigmund Freud denominara "las tres heridas narcisistas" que han sido infligidas al hombre en la modernidad a través de otras tantas revoluciones conceptuales que produjeron, a su vez, tres planos de autoconciencia cualitativamente semejantes en la humanidad: la revolución cosmológica copernicana que puso fin al supuesto antropocéntrico del geocentrismo; la revolución biológica darwinista que periclitó la ilusión antropomórfica del creacionismo; y final e implícitamente, la revolución freudiana que extenuó el propósito de la primacia de lo consciente en el racionalismo.

Su exquisita forma exhibe, además, una expresión consumada que lo hace acreedor de uno de los más altos estilos, si exceptuamos a su mentor Schopenhauer, de la ensayística alemana del siglo XIX.



"En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocer. Fue el minuto más soberbio y falaz de la "Historia Universal": pero, a fin de cuenta, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán esteril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo etenidades en las que no existía, cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseida de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos".

Friedrich Nietzsche.