"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






jueves, 31 de marzo de 2011

Stefan Zweig - Fouché. Retrato de un hombre político

Ficha técnica

Título: Fouché. Retrato de un hombre político.

Edita: Acantilado

SBN: 978-84-92649-83-9

Fecha de publicación: Diciembre 2010

Páginas: 279

Precio: 20 euros

Género: Biografía novelada.


Nunca tuvo la substancia de la ambición adaptativa un aliado tan fiel, y nunca la intriga conspiratoria un socio tan consumado, como el astuto político francés, eminente albacea de la codicia universal y flagrante ejemplo de oportunismo, Joseph Fouché. Éste parece ser el dictamen último con que el biógrafo quisiera condenar al biografiado a una suerte de infierno dantesco. Pero, quizá, también procuró verlo, gracias a Balzac, y sin conseguirlo del todo, como un genio adaptativo capaz de mantener un máximum de poder en una época de enormes revoluciones políticas. Ésta es la antinomia psicológica que intenta afrontar Zweig, con ambigua fortuna a nuestro juicio, en su tipología del aquel político extremo, y cuya resolución se cifra en la postulación de la coexistencia, en un mismo carácter, de la audacia política y la amoralidad más patente, lo que acaso no sea para Zweig una efectiva antinomia, y sí, antes bien, dos facetas de una misma naturaleza, el haz y el envés del hombre, junto con Talleyrand, “psicológicamente más interesante de su época”.

Stefan Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis, 1942) de origen judío, austriaco y burgués; aunque de vocación humanista, europea y pacifista, fue sobre todo y sin lugar a dudas el más popular e insobornable biógrafo, junto con el que fuera su amigo André Maurois, del siglo XX. Fouché. Retrato de un hombre político fue escrito en 1929, durante el periodo más brillante y fecundo de su actividad literaria, aquella en la que escribió los retratos más memorables y sagaces de toda su producción biográfica, como María Antonieta: retrato de una reina mediocre de 1932, Erasmo de Rotterdam: triunfo y tragedia de un humanista de 1934 o Magallanes: el hombre y su gesta de 1938.

Estamos ante una biografía histórica novelada, de fuerte sesgo literario, y crítica en alto grado: evocadora a veces, inculpatoria a cada momento, refractaria a lo hagiográfico casi desde la primera línea. Un libro, ciertamente, de elegante factura, con una prosa envolvente y manejable, y que exhibe un poderoso despliegue de virtuosismo descriptivo, con ocasionales concesiones al reduccionismo histórico, que a pesar de, o precisamente por ello, sirve a un evidente incremento en la audacia del relieve psicológico, de la tensión y el dinamismo narrativo. La habitual agilidad de la prosa biográfica de Zweig, su permanente refinamiento, alcanzan aquí su máxima expresión, la cuidada construcción psicológica su exponente extremo.

El estilo de Zweig no consigue, sin embargo, despojarse del todo, tal y como él pretendió siempre (así lo atestigua en su autobiografía El mundo de ayer), de alguna superfluidad y facundia. Pero a pesar de cierta inflamada fraseología, del considerable énfasis retórico, del, quizá incluso, embellecimiento sublimado, el libro está trufado de potencial humanístico, cuyo trasfondo pacifista sirve de clave interpretativa última. El gesto típicamente zweigiano de retrotraer no sólo el motor de la historia, sino también de la literatura, la filosofía y cualesquiera otras manifestaciones de la cultura a la componente psicológica o temperamental de los individuos, sitúa sus ensayos en una línea anti-idealista, y marca al humanismo como línea de flotación de sus retratos.

Efectivamente, aquí, como en casi todos sus bosquejos biográficos (lo hace con Tolstoi, con Dostoievski y también con Nietzsche), Zweig salva a sus personajes mediante un ardid compensatorio consistente en redimir al hombre (bien sea al artista, al pensador o al político) a través de la transformación de la experiencia del dolor y el sufrimiento en material autoconsciente y, por lo mismo, sublimado y justificado. Una suerte de bonum via malum expresado conspicuamente en el siguiente fragmento “Sólo en el fracaso el artista conoce su verdadera relación con la obra, sólo en la derrota el general advierte sus errores, sólo en la caída en desgracia alcanza el hombre de Estado la verdadera visión de conjunto de la política (…) Sólo la desdicha da profundidad y amplitud a la mirada que otea la realidad del mundo” (p. 103s.).

Pero lo que Zweig describe con maestría superlativa es como Fouché, oportunista de adhesiones peregrinas y celo calculador, naturaleza anfibia y rostro jánico, estratega astuto y audaz diplomático, objeto de los ataques más acervos y de las descalificaciones más iracunda, rebotó con elasticidad proteica y vertiginosa vocación mefistotélica, de modesto profesor de seminario a diputado de la Convención; de inseguro aspirante a sacerdote en los comienzos de su vida, y ministro, después, de un rey cristiano a furibundo ateo y febril promotor anticlerical; de procónsul criminal plenipotenciario a ministro pacifista contra el furor bélico del Imperio napoleónico; de feroz revolucionario ultrajacobino, enemigo exaltado de aristócratas, a poderoso noble como duque de Otranto; de comunista avant la lettre, denostador y expropiador de riquezas, a poseedor de la segunda mayor fortuna de Francia; de republicano regicida con Luis XVI a enfático promonárquico con su hermano Luis XVIII. Quizá haya figuras históricas cuya codicia y oportunismo sean más proverbiales y patentes, más prototípicos, pero, a buen seguro, no tan profundamente operantes como la notoria forma sibilina que adquiere en la figura de Fouché.

Arribismo éste que, quizá, sea puesto de relieve de manera excesivamente expresa por Zweig cuando extrae el mínimo común denominador del periplo vital de Fouché: “Traidor nato, miserable intrigante, puro reptil, tránsfuga profesional, vil alma de corchete, deplorable inmoralista”. Éstos y otros calificativos esparcidos a lo largo de la obra y destinados a delinear recurrentemente el contorno caracterológico de Fouché (oportunistas, cauteloso, calculador, impenetrable, desconfiado, imprevisible o desleal son los más repetidos) conforman en su letanía, como pinceladas maestras unidas en trazo continuo, el fresco de ese hombre de perfil huidizo y textura tornadiza, falto de carácter, cuya esencia fue apenas conocida en su tiempo y cuya existencia es descrita por Zweig con una maravillosa precisión, a pesar de aquella forma deliberadamente temperamental.

La figura de Fouché sirve, además, como contrapunto a las dos líneas melódicas que hicieron sonar, a finales del XVIII y principios del XIX, la gran sinfonía de la Historia Universal. Quizá sea por eso que las más brillantes páginas del libro, las más logradas técnicamente por su sintaxis simétrica y acompasada, correspondan a la descripciones caracterológicas de sus antagonistas contemporáneos: Robespierre, Talleyrand y Napoleón. Sirva de ejemplo el siguiente extracto dedicado a Robespierre: “A todos ha eliminado ese hombre insignificante, ese hombre pequeño y enjuto de rostro pálido y biliar, de frente baja y retirada, de ojos pequeños y acuosos, miopes, que, anodino, estuvo largo tiempo oculto por las gigantescas figuras de sus predecesores. Pero la guadaña de la época le ha despejado el camino; desde que Mirabeau, Marat, Danton, Desmoulins, Vergniaud, Condorcet, es decir, el tribuno, el agitador, el caudillo, el escritor, el orador y el pensador de la joven República, han sido liquidados, él lo es todo en una sola persona: Pontifex maximus, Dictator y Triumphator” (p. 71).

En este sentido, Fouché aparece siempre entre bambalinas en el escenario de la Historia Universal, cambiando él si cambia el decorado, pues es a la vez actor (secundario) y tramoyista. Esta propensión morbosa a retener a toda costa el poder le obliga, las más de la ocasiones, a tomar decisiones repugnantes, a perpetrar actos execrables. De modo que, salvar a Fouché de la pira moral es una irresponsabilidad histórica, condenar, tal cual, su mimetismo político, comportaría, por lo demás, una perspectiva chata y nada estereoscópica de su valía como estratega. Valía, sin duda, que cupiera comprender más cabalmente leyendo, antes que el libro de Zweig, una obra que de forma genérica resume, define y proyecta, ya en el siglo XVII, aquellos ingredientes característicos de la personalidad de Fouché: nos referimos al Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián.

El estudio de Zweig viene, con todo, a lograr en un solo intento aquellos tres fines que para el recto discurso preceptuaba Cicerón en su clásica retórica: docere, movere y delectare; es decir, se trata la suya de un exquisita prosa instructiva que no sólo deleita, sino que, a la vez y en igual medida, conmueve y enseña. Lectura, en fin, sorprendentemente fluida, asaz edificante y, sin género de dudas, en grado sumo estimulante.



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