"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






domingo, 22 de mayo de 2011

G. K. Chesterton - El hombre que sabía demasiado.


Cedo complacido y honrado este blog para presentar una excelente crítica literaria de Jesús Martín Cardoso (Doctor en Filosofía por la Universidad de Berlín). El trabajo que aquí comparece no hace sino prestigiar este espacio de reflexión cultural, además de consolidar un grado más, si cabe, nuestra ya dilatada singladura de vocación común, proyectos compartidos y sincera amistad.




Bajo el epígrafe Las Apariencias, Antonio Muñoz Molina reúne una compilación de artículos periodísticos y relatos cocidos a fuego lento, donde redefine su relación con la literatura con un repaso a algunos de sus mitos, héroes, musa y zonas intocables. De las aportaciones más sugerentes que se leen en este libro se encuentra su definición para delimitar las fronteras de la novela. Según el escritor ubetense, este noble arte describe las aventuras y desventuras de alguien que vive en desacuerdo con su condición social y comete un acto de soberbia saltándose los límites de su estamento. Así pues, tanto la loca historia de Alonso Quijano, el trágico suicidio de Madame Bovary, el intento imposible del protagonista en la novela de Proust por codearse con la aristocracia se comparan con la caída de Ícaro, el destino culpable de Edipo, los amores imposible de Calisto y Melibea o el beso perverso en la boca de Ana Ozores. Todas estas novelas, y otras tantas más, tienen como punto de partida los sinsabores de un trepa, de un temerario o de un ignorante que escala el muro que separa las castas sociales. El desarrollo de la trama dibuja las peripecias de estos usurpadores y de sus devaneos más allá del mundo que le ha sido consignado en el código genético de su estirpe. Y el desenlace: un merecido escarnio como reacción lógica al desajuste momentáneo, casi circunstancial, provocado por este acto impúdico.

Independientemente de la exactitud de ese criterio, vamos a aplicar este principio a la saga detectivesca para observar los horizontes que se nos ofrecen en una nueva comprensión del género criminal.

Así pues, y en un primer momento, podría parecer que este tipo de relatos cumple las condiciones necesarias y suficientes para aspirar al codiciado título de novela. Es evidente que la lógica aplastante de Hércules Poirot, analizando los detalles más insignificantes, obviando las evidencias más claras y desplegando grandes conocimientos de psicología, responde al esquema del desajuste circunstancial, arriba nombrado. El delincuente comete un delito y, desbaratando la sucesión lineal de lo cotidiano, se hace dueño del destino de un objeto o persona. Altera de esta forma el orden establecido del día a día. Sin embargo, la pericia de nuestro detective clarifica las circunstancias del delito. Y tras el entuerto inicial, desbaratado gracias a una solución lógica, el delincuente, sobre el que caerá todo el peso punitivo de la ley, vuelve al lugar al que pertenece y del que nunca debió de salir.

Este mismo principio recorre también los relatos de Sir Arthur Conan Doyle en su lucha contra la personificación del mal: el doctor Moriarti. Gracias a la ardua tarea del ficticio vigilante del buen hacer, Sherlock Holme, el mal, tanto físico como metafísico, es reintegrado nuevamente en el transcurso del orden natural de las cosas. En la medida en la que se ofrece una explicación lógica y, por lo tanto, una razón de ser, algo abigarrada pero en definitiva razón de ser, el crimen deja de significar una ruptura definitiva con la normalidad y es reintegrado como un proceso negativo, aunque racional, en el seno del orden cotidiano.

Ahora bien, como en la larga lista de los delitos cometidos en pro de este género no solamente existe un motivo social, un intento de eludir el cerco de la estirpe, de saltar la jerarquía del abolengo, de borrar la mancha de nacimiento, entonces estamos obligados a dictaminar que este tipo de sudokus delictivos no son dignos de alcanzar el rango de novela. Recuerden que Muñoz Molina acentuaba la idea de transgresión social y sus fronteras como rasgo característico de la novela. Y las historias de detectives no siempre cumplen este requisito.

Aunque en la serie de relatos publicados bajo el título de El hombre que sabía demasiado, Chesterton ofrece una visión diferente. Británico por nacimiento, agnóstico por convicción, anglicano por amor y cristiano por amistad, nuestro autor narra las peripecias de un personaje inusual: Horne Fisher. No sólo su impostura sino también su oficio como funcionario del Imperio le hacen merecedor de este título. Acompañado por la pluma inseparable del articulista y crítico social Harold March, que hace las veces de hilo conductor, Horne Fisher se dedica a esclarecer una serie de misteriosos asesinatos que ocurren en su presencia.

Pero la admirada maestría de Chesterton no radica solamente en ofrecer unas fantásticas paradojas para los amantes de los crímenes. Tras el apacible estilo británico de este representante del relato ingenioso, exento de sobresaltos y estridencias, con ritmo de nana y apuntalado por unas descripciones pastoriles, que a veces rozan la felicidad pueril, se oculta la tensión de lo misterioso. Chesterton toma como punto de salida lo cotidiano, un paisaje apacible, una visita de cortesía, una matutina jornada de pesca, e introduce el enigma delicadamente como un niño que posase sobre las aguas de un riachuelo un barquito de papel. Técnicamente consigue este cambio de registro recurriendo a la topografía. A diferencia de otras novelas negras en los cuentos de Chesterton la arqueología del lugar juega un papel primordial en la lógica del crimen. Y no, precisamente, por el hecho afirmativo de ser, sino por el disfuncionalidad de no ser lo que es.

Para concretar este trabalenguas hay que referirse al magnífico relato de el pozo sin fondo, que junto con el texto la venganza de la estatua cristalizan, según mi punto de vista, la plasmación máxima de la genialidad de este autor.

Una negra oquedad, localizada dentro de un oasis africano, le permite a Horne Fisher rememorar una leyenda árabe contada alrededor de este pozo. Es la moraleja final de esta fábula la que ofrece las claves precisas para resolver el enigma que se produce a consecuencia de la muerte de Lord Hatings, un alto mando de las tropas inglesas. Cherteston urde una fantástica trama en la que entrelaza el asesinato, el murmullo de lo mágico y el terror que rodea a un grupo de británicos atrapados en una guerra sin rumbo, construyendo un relato claustrofóbico en medio del desierto, el más grande de los laberintos posibles según Borges. Y en el epicentro de este microcosmos surge el pozo como figura principal de la historia, pero no precisamente como protagonista sino más bien como gran ausente.

Curiosamente en ninguna de los relatos que conforman esta compilación el horrible criminal recibe su merecido castigo. Subráyese: castigo. Es cierto que algunos personajes encuentran un final no muy feliz. Pero las circunstancias que rodean a este acto no hacen pensar en una sanción divina como venganza por las injusticias cometidas contra el orden de lo establecido. Todo lo contrario. La muerte de estos infelices es homenajeada con solemnidad y brío nacional, de manera que acaba redundando en la propia honra del criminal. Al separar la persona del personaje, Chesterton consigue derogar una de las leyes fundamentales de la narrativa: el criminal debe pagar por sus pecados. Contraviniendo también una de la reglas marcadas por Muñoz Molina.

¿Pero realmente contradice Chesterton las reglas de la novela aquí descritas? Todos sus cuentos son una demostración fehaciente de Realpolitik, un tejemaneje político, donde lo misterioso no sólo es el hecho de la muerte de uno de los personajes sino los hilos secretos del devenir político. Cada historia reproduce un crimen que debe ser encubierto por el bien de la nación británica. Pero, ¿y si fuese precisamente Inglaterra la protagonista de estas historias? ¿Y si los personajes no fuesen más que simples trepas o temerarios que tratan de colarse en los jardines privados de esta insigne isla? ¿Y si el castigo no fuese una condena a muerte sino una caída de aquellos que se quisieron subir a los lomos de esta nación? Entonces tendríamos que reconocer, siguiendo los criterios de Muñoz Molina: transgresión de lo cotidiano y salto jerárquico, que el hombre que sabía demasiado es una novela en toda regla. Solamente hay que acercarse al último de los relatos presentados bajo el titulo de la venganza de la estatua para comprobar con asombro que el protagonista, Horne Fisher, no es más que un Paolo Cinelli atrapado en las ruedas del ferrocarril de la historia. Por cierto ¿qué me dicen a cerca de cómo consigue Chesterton en estas páginas finales darle la vuelta al libro? Y es que allí donde creíamos manejar una compilación de relatos inconexos se nos presenta, de repente, un texto único.

lunes, 9 de mayo de 2011

Cioran en el centenario de su "caída en el tiempo".

Parecería, ya de entrada, un despropósito, al menos para con el homenajeado, que celebrásemos el centenario del nacimiento de un hombre que escribió una obra bajo el título Del inconveniente de haber nacido (1973), o perverso que vindiquemos de alguna manera la figura del que escribió, por lo demás, Ese maldito yo (1987). Parecería incluso atrevido, o, más aún, insolente, pretender edificación moral de un volumen llamado Breviario de podredumbre (1949) o ambicionar tónico intelectual de otro intitulado Silogismos de la amargura (1952). Pudiera parecer, en fin, de una profunda ironía glorificar al autor de Breviario de los vencidos (1993), y de un no menos profundo cinismo ensalzar el valor filosófico de El ocaso del pensamiento (1940), o acoger, sin más, en la historia de la metafísica a Adiós a la filosofía (1982). Pero hay que hacerlo: hay que celebrar, vindicar, glorificar, ensalzar y acoger la personalísima producción intelectual de Cioran. Aunque no podamos hacer mucho más, es decir, aunque no podamos, o más bien no debamos, explicarla, extractarla o analizarla.

Porque Emil Michel Cioran (Răşinari, 1911-Paris, 1995) es, en efecto, el mejor exégeta de sí mismo; cualquier glosa desprestigiaría su reflexión lúcida, de amplio aliento especulativo, cualquier ilustración empañaría su lucida prosa, de sublime factura formal. Y es que un fondo expresamente asistemático y contradictorio, y una forma impresa aforística y paradojal han propiciado una profunda dificultad hermenéutica en el intento de clasificación de este pensador atípico. El taxonomista que trata de establecer si estamos ante un filósofo cuya elocuente voluntad de estilo le sitúa entre los mejores prosistas de su época o, tal vez, ante un poeta de infinito lirismo cuyo tema es la metafísica del no ser, establece un pseudodilema. Porque Cioran no representa ninguna de esas cosas por separado, pero sí ambas a la vez y de consuno. Sea como fuere, este filósofo rumano afincado en Paris, que algunos se afanan en considerar como pensador de baja alcurnia y otros se ufanan en proclamar como prosista de elegancia consumada, debiera ser valorado antes bien por ambos aspectos inseparablemente, como una especie de estilista filosófico o de filósofo del estilo, que sustituye “el juego de la abstracción por el juego de la expresión”, y cuya arquitectura aforística de afilados dicterios pone en solfa no sólo buena parte de los conceptos, sino también de casi todas las esperanzas que han sustentado a occidente, desembocando en un escepticismo de marchamo pesimista, cuya última expresión es una mueca irredenta de angustia metafísica.


Ciorán fue objeto de los más diversos juicios: se le tildó de nihilista maniaco-depresivo, filósofo iconoclasta, pesimista amargado, irracionalista reaccionario y amoral; objeto también de las más dispares aposiciones: calumniador del universo, dandi de la nada, heresiarca del argumento, apóstata del academicismo, y un sinfín de lindezas de este jaez. Ciertamente el pensador transilvano elevó su hastío a método, su terco rencor a estilo, la nada y el sinsentido a objeto; representando por ello un momento antitético de absoluta y rotunda negatividad en la dialéctica de las certidumbres occidentales, pero al mismo tiempo, y en igual medida, un extraordinario revulsivo para la lucidez de todo aquel que quiera pensar, al menos una vez en la vida, de forma enérgica y radical.

Considerarlo demasiado en serio resultaría a buen seguro fatídico para la fuerza necesaria a la vida, ignorarlo comportaría un embrutecimiento espiritual infausto e irreversible. La mejor, la única manera de rendir justo tributo a este coloso de las tribulaciones es, y esto vale para él más que para nadie, incoar su lectura (a intervalos espaciados pero regulares, pues su efecto, como el del veneno, depende de la dosis administrada), dejándose envolver por la cadencia de una prosa sublime y procurando situarse a la altura estimulante de su inconmensurable lucidez. Vaya, pues, una selección de fragmentos de sus mejores obras como acicate para un astuto desasosiego, y vaya también nuestros más sinceros títulos de gratitud por ese extraño logro, no siempre fructuoso, de hacernos disfrutar con una autoconsciencia lúcidamente insatisfecha.





  • De Breviario de podredumbre:

La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando de aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente.


Nuestras verdades coinciden con nuestras sensaciones y nuestros problemas con nuestras actitudes.


La vida no es sino un estrépito sobre una extensión sin coordenadas, y el universo, una geometría aquejada de epilepsia.


La materia que sufre se emancipa de la gravitación, no es ya solidaria del resto del universo, se aísla del conjunto adormecido; pues el dolor, agente de separación, principio activo de individuación, niega las delicias de un destino estadístico.


Cada deseo humilla la suma de nuestras verdades y nos obliga a reconsiderar nuestras negaciones. Cada uno de nuestros deseos recrea el mundo y cada uno de nuestros pensamientos lo aniquila.


Ya no tengo parentesco con el planeta: cada instante no es más que un sufragio en la urna de mi desesperación.






  • De El ocaso del pensamiento:

Hay dos clases de filósofos: los que meditan sobre ideas y los que lo hacen sobre ellos mismos. La diferencia entre silogismo y desdicha… Para un filósofo objetivo, solamente las ideas tienen biografía; para uno subjetivo sólo la autobiografía tiene ideas. Se está predestinado a vivir próximo a las categorías o a uno mismo. En este último caso la filosofía es la meditación poética de la desdicha.


El no tener ya ilusiones es como haber servido de espejo al tocador íntimo de la vida.


La plenitud de una existencia se mide por la suma de errores almacenados, según la cantidad de ex verdades.


¡Vivir solamente encima o debajo del espíritu, en el éxtasis o en la imbecilidad! Y como la primavera de éxtasis muere en el relámpago de un instante, el oscuro crepúsculo de la imbecilidad no se termina ya nunca.


La paradoja, sonrisa formal de lo irracional.


En un mundo sin melancolía los ruiseñores se pondrían a escupir y los lirios abrirían un burdel.






  • De La tentación de existir:

Me agito, emito un mundo tan sospechoso como esa especulación mía que lo justifica, me desposo con el movimiento, que me transforma en generador de ser, en artesano de ficciones, mientras que mi verbo cosmogónico me hace olvidar que arrastrado por el torbellino de los actos no soy más que un acólito del tiempo, un agente de universos caducos.


Medimos el valor de un individuo por la suma de sus desacuerdos con las cosas, por su incapacidad para ser indiferente, por su negativa a tender hacia el objeto.


Mis convicciones son pretextos. No sucede lo mismo con mis fluctuaciones, ésas no las invento, creo en ellas, creo en ellas pese a mí. De este modo, es de buena fe y a mi pesar como os he infligido esta lección de perplejidad.


En el universo cerrado en que vive sólo escapa a la esterilidad mediante ese rebosamiento continuo que supone un juego donde el matiz adquiere dimensiones de ídolo y la química verbal logra dosificaciones inconcebibles para el arte ingenuo.


Toda idolatría del estilo parte de la creencia de que la realidad es todavía más hueca que su figuración verbal, que el acento de una idea vale más que una idea, un pretexto bien tratado más que una convicción, un giro sabiamente realizado más que una irrupción irreflexiva. Expresa una pasión de sofista. Tras una frase proporcionada, satisfecha de su equilibrio o hinchada por su sonoridad, se oculta demasiado a menudo el malestar de un espíritu incapaz de acceder por la sensación a un universo original.


El concepto empieza donde acaba el Olimpo. Pensar es dejar de venerar, es rebelarse contra el misterio y proclamar su quiebra.


No acusar a nadie, no condescender ni a la tristeza ni a la alegría, ni al pesar, reducir nuestras relaciones con el universo a un juego armonioso de derrotas, vivir como condenados serenos, no implorar a la divinidad, sino, más bien, darle un aviso… El estoicismo, fiel a sus principios, tuvo la elegancia de morir sin debatirse.


Para creer en la realidad de la salvación es preciso antes creer en la de la caída: todo acto religioso comienza con la percepción del infierno –materia prima de la fe-; el cielo sólo viene después, a guisa de correctivo y consuelo: un lujo, una superfetación, un accidente exigido por nuestro gusto de equilibrio y simetría. Sólo es Diablo es necesario.


¡En qué grasa, en qué pestilencia ha venido a alojarse el espíritu! Este cuerpo en el que cada poro elimina los suficientes efluvios como para apestar el espacio no es más que un conglomerado de basuras cruzado por una sangre apenas menos innoble, un tumor que desfigura la geometría del globo.


Existir es una costumbre que no desespero de adquirir.






  • De Ese maldito yo:

No deberíamos molestar a nuestros amigos más que para nuestro entierro.


Todo deseo suscita en mí un contra-deseo, de manera que, haga lo que haga, sólo cuenta para mí lo que no he hecho.


La naturaleza, buscando una fórmula que pudiera satisfacer a todo el mundo, escogió finalmente la muerte, la cual, como era de esperar no ha satisfecho a nadie.


Puesto que nuestros defectos no son meros accidentes de superficie, sino el fondo mismo de nuestra naturaleza, no podemos corregirlos sin deformarla a ella, sin pervertirla aún más.


En cuanto se eleva uno ligeramente por encima de la vida, ella se venga devolviéndonos a su nivel.


Nada me repugna tanto como la duda metódica. Dudar, de acuerdo, pero únicamente cuando me venga en gana.


El hombre va a desaparecer: esa era hasta ahora mi firme convicción. Entretanto he cambiado de opinión: el hombre debe desaparecer.


Lo que sé arruina lo que deseo.