Estando como
estamos obnubilados por el relumbrón que viste los ropajes de la mera
actualidad libresca; y cegados, por añadidura, por la fulgorosa necesidad de
perpetua novedad (algo, dicho sea de paso, que obedece a una concepción edípica
del tiempo), tendemos demasiado a menudo a olvidar aquellas figuras
intelectuales que supieron en su tiempo aunar un pensamiento renovador con un
conocimiento penetrante de la tradición. Tal es el caso de Edward Hallett Carr
(1892-1982), sereno historiador, periodista mordaz y audaz diplomático británico fascinado por la cultura rusa, testador de yna mesurada, clara e instructiva obra historiográfica que, revestida de un apabullante sensatez, supo destimar tenazmente la escéptica epistemología de la historia, al tiempo que las aspiraciones dogmáticas del idealismo historiográfico.
¿Qué es la historia? podría haberse muy
bien titulado ¿Qué es la filosofía de la
historia?, en el doble sentido, objetivo y subjetivo, del genitivo. Pues
supone efectivamente una lúcida reflexión sobre el sentido de la historia como
curso de los acontecimiento, pero, además, una lucida cavilación sobre el
significado de la documentación de su constancia. El primer sentido, trata de
resolver las típicas cuestiones que comporta toda filosofía de la historia
(sumariamente: quién es el sujeto de la historia, cuáles son sus leyes y cuál
su propósito) El segundo, afronta las clásicas cuestiones de metodología
historiográfica.
La
originalidad de este archiconocido texto no reside tanto, pues, en el tema
tratado, cuanto en la solución propuesta a tales cuestiones, una propuesta sin solución de continuidad, que
apropiándose la famosa teoría aristotélica del justo medio, trata de disolver,
cual Nagarjuna de la historiografía moderna, las tradicionales postura encontradas. Se trata de
una metodología que busca el equilibrio dinámico, o el balance adecuado, entre
polos interpretativos opuestos sin necesidad de eliminarlos, que obedece, en
suma, a esa cierta flexibilidad propia del sentido común anglosajón que sabía
vadear con pericia lógica el extremismo doctrinal continental.
El libro lo
conforman seis conferencias articuladas en torno a otros tantos temas medulares
de toda teoría de la historia en recíproca alusión.
1. Contra el
fetichismo decimonónico de la documentación objetiva de los hechos sancionado
por Ranke, y frente al idealismo interpretativo de la historia como producto
subjetivo de la mente del historiador avalado por Colingwood (el Benedetto Croce
anglosajón), Carr propone “un proceso continuo de interacción entre el
historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado” (p.
40).
2. Contra el
culto del individualismo propio de las fases primitivas de la conciencia
histórica (Herbert Butterfield), y frente a la tendencia de los historiadores
marxistas a peraltar solamente los factores sociales, Carr pondera “el peso
relativo de los elementos individuales y sociales en ambos lados de la
ecuación”, y la necesidad de no separar ambas nociones.
3. Contra la
metodología positivista de la historia, obstinada en la búsqueda de leyes científicas
generales que definan el decurso temporal; y contra el recopilador de anécdotas
morales, obsesionado por la irrepetibilidad de lo circunstancial, nuestro
historiador se apropia la idea nietzscheana de la prelación epistemológica de
los juicios morales respectos de los datos históricos: “el proceso por el cual
se da a las concepciones morales abstractas un contenido histórico específico
es un proceso histórico; y además nuestros juicios morales proceden de un marco
conceptual que es él mismo histórico” (p. 111).
4. El
historiador es el investigador de las causas de los acontecimientos colectivos.
Qué tipo de causas invoque el historiador detrás de dichos acontecimientos y en
qué orden las gradúe determinará los diferentes tipos de interpretaciones
históricas. Las causas podrán ser mecánicas, económicas, biológicas,
psicológicas o metafísicas, pero subtiende a todas las concepciones de la
historia el axioma común de que existen causas para tales acontecimientos. En
este contexto, Carr pretende sustituir las concepciones de la inexorabilidad o
inevitabilidad de esas causas (como la de Marx o Spengler por ejemplo) y sus
versiones opuestas, casualistas o arbitrarias (Isaiah Berlin), por una
netamente probabilística. “La relación del historiador con sus causas tiene el
mismo carácter doble y recíproco que la relación que le une a sus hechos. Las
causas determinan su interpretación del proceso histórico, y su interpretación
determina la selección que de las causas hace, y su modo de encauzarlas” (p.
138). De forma que su empeño en el pasado está determinado por su interés por
el futuro, que la convicción de que provenimos de alguna parte está
estrechamente emparentada con la creencia de que vamos hacia a algún lugar.
5. Este
interés por el futuro, por las causas finales, tiene un origen judeocristiano y
se ha colado entre los historiadores bajo la cuestion del fin, la meta o el
propósito de la historia, es decir, como, teleología, y a veces como
escatología. La tesis del autor es que la cuestión de la finalidad de la
historia, muy ligada a la del progreso, se ha resuelto siempre desde fuera de
la historia, esto es, situando la presunta meta como algo inmutable más allá
del dominio cambiante de lo humano (aquí coinciden whigs y liberales, hegelianos y marxistas, teólogos y
racionalistas) . Y aún más, no cabe separar la cuestión del propósito o el
progreso de la historia del problema del sujeto histórico, pues aquel se dirime
siempre a partir de éste. “Con lo que muy bien puede ocurrir que lo que a un
grupo se le antoja periodo de decadencia, a otro le parezca inicio de un nuevo
paso adelante. El progreso ni significa ni puede significa progreso igual y
simultáneo para todos” (p. 157s.). Si cabe hablar de progreso, apostilla Carr,
será en un sentido limitado, no lineal, interrumpido y revisable. Lo cual no
equivale a situarse en el desierto del relativismo sino en la playa de un
pragmatismo con vistas al futuro. Sabedor de la dificultad que comporta un tal
arreglo, Carr añade: “El ámbito de la verdad histórica se halla en alguna parte
entre estos dos polos –el polo norte de los hechos carentes de valor y el polo
sur de los juicios de valor, todavía luchando por transformarse ellos mismos en
hechos” (p. 178).
6. La última
conferencia de esta obra historiológica es toda una declaración de intenciones
antimetafísicas de su autor: “En lo que a mí respecta –proclama nuestro historiador-, no creo
en la Divina Providencia, ni en el Espíritu de Mundo, ni en el Destino
Manifiesto, ni en la Historia con Mayúscula, ni en otra de cualquiera de las
abstracciones que se han atribuido algunas veces al gobierno del rumbo de los
acontecimientos” (p. 65). Carr sólo cree en la cada vez mayor necesidad del uso
de la razón, entendida ésta no al modo eurocéntrico, sino como una paulatina
atención a la emergencia en la historia de grupos y clases, de pueblos y
continentes que hasta la fecha se mantuvieron al margen de ella, a partir de la
idea de que la historia es un juego que se juega sin ningún tipo de Comodín en
la baraja.
Partiendo del
ingente marasmo de tendencias historiográficas actuales, resulta ciertamente
peliagudo encontrar una posición que aúne calidad temática con perspicuidad
expositiva, encontrar una que lo consiga de forma tan soberbia se debe en parte
a que resulta ya algo intempestiva; pero sobre todo a la insólita proeza de una posición
que se muestra clara, conciliadora, honesta, precursora, supersimplificada y,
en lo fundamental, absolutamente cabal.
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