La figura de Pedro Abelardo (1079-1142)
destaca como el más eximio dialéctico del apogeo de la Baja Edad Media. Aunque
su nombre está ligado a una vida compuesta de orgullo e infortunio, pocos hombres agitaron más la opinión del
siglo XII y pocos periplos vitales son tan vibrantes como el suyo. Tal periplo describió una curva que se
movió alternativamente entre la ordenada de la razón y la abscisa de las
pasiones. El resultado: una vida errante y fugitiva, una agitada existencia
peripatética que osciló entre las envidias más calumniadoras de sus maestros y
las instigaciones más malévolas de sus condiscípulos.
Desde muy joven, Abelardo mostró
una potencia especulativa excepcional, un afán polémico desconcertante y un
vigor amatorio prodigioso. No tuvo maestro alguno, ya fuese Roscelino de Compiègne, Guillermo de Champeaux o Anselmo de Laon, del que no llegase a ser aventajado
primero y émulo después; razón por la que despertó recelos, suscitó envidias,
sufrió persecución y arrostró escarmientos. El más miserablemente célebre se
produjo cuando siendo preceptor de Eloísa, veinte años menor que él, sobrina de Fulberto, canónico de la catedral de Paris, le asaltó por la
muchacha una pasión tardía que sellaría una parte de su destino trágico.
Ocurrió que se enamoró de la muchacha y trocó las enseñanzas espirituales por
las sensuales, culminando su amor en la concepción de un hijo. Enterándose el
tío, quiso organizar la boda para reparar la falta, pero huyeron y se casaron
contra su voluntad en secreto, lo que encendió la cólera del canónigo, que, en
cobro de satisfacción, contrató a unos sicarios a los que ordenó la castración
del filósofo, consumada con nocturnidad en soborno de su criado. El luctuoso
episodio es narrado con pasmosa asepsia por el propio Abelardo en Historia de mis calamidades. Aquí se
cuenta también que tras la mutilación, Eloísa tomó los hábitos en el convento de Argenteuil; y Abelardo, ingresa
monje en el monasterio de San Dionisio, del que sería expulsado por su proverbial
soberbia. Retirado a la diócesis de Troyes, comprometido con una vida austera y
rigurosa, fundó el oratorio donde impartiría clases, llamado paradójicamente Parácleto
(algo así como el “consolador”), espacio independiente, audaz y racional donde
se consagró al estudio hasta el fin de sus días. Durante toda su vida los
recelos fermentaron a su alrededor en la medida en que sus
diatribas amasaban autoridad, de forma que su miseria creció en proporción a
sus honores.
Pero hubo todavía una ocasión más para la crispada logomaquia
cuando, tras haber despertado Abelardo los recelos de Bernardo de Claraval, este santo padre de la iglesia acusó su
doctrina de arrianismo, pelagianismo y nestorianismo, censurando su proceder del siguiente tenor: “perseguidor de la fe,
enemigo de la cruz, monje por fuera, hereje por dentro, fraile sin regla, abad
sin disciplina, culebra tortuosa que sale de su caverna, nueva hidra en cuyo
cuello, por una cabeza cortada en Soissons, han aparecido otras siete”.
Pedro Abelardo murió en 1142, tal como había vivido, acusado y acosado. Su cuerpo
fue reclamado por Eloísa y llevado al
Parácleto. Cuando ella murió, veintidós años después, fue enterrada junto a él.
En 1817, sus restos fueron presuntamente trasladados a una tumba común en el
cementerio parisino de Pere Lachaise, donde hace tiempo que sus cuerpos se
amustian mientras su amor legendario les sobrevive inmarcesible.
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