"Somos a un tiempo demasiado cultos y demasiado críticos, demasiado sutiles intelectualmente y demasiado interesados por los placeres exquisitos, para aceptar cualquier especulación sobre la vida a cambio de la vida misma".

Oscar Wilde.

"En mi religión no habría ninguna doctrina exclusiva; todo sería amor, poesía y duda. La vida humana sería sagrada, porque es todo lo que tenemos, y la muerte, nuestro común denominador, una fuente de reflexión. El Ciclo de las Estaciones sería celebrado rítmicamente junto con las Siete Edades del Hombre, su Hermandad con todos los seres vivos, su gloriosa Razón, y sus sagradas Pulsiones Instintivas".

Cyril Connolly






viernes, 14 de enero de 2011

Tolstoi en el centenario de su muerte



El centenario de la muerte de Lev Nikoláyevich Tolstoi, notorio héroe tutelar del parnaso universal, no ha parecido ser un pretexto adecuado para rescatar la vieja polémica suscitada en torno a su cuadrúple legado: el del hombre, el profeta, el artista y el moralista. Los estudios dedicados a las irrefragables virtudes del artista que fue parecen haber dejado paso a las consideraciones, más o menos documentadas, acerca del artista de la virtud que quiso ser.


Por un lado, la excelencia narrativa de Tolstoi estuvo, en el siglo pasado, fuera de toda discusión (si exceptuamos el severo juicio de Henry James que denunciaba una insuficiente habilidad de composición), y fue patentada, con ínfimas diferencias de gradación, por enormidades narrativas en el siglo XX. Nabokov, perfecto sabueso del genio individual, lo sitúa como el más grande artífice de toda la prosa rusa, por delante de Gógol, Chéjov y Turguéniev (por este orden). Marcel Proust, de insólita finura psicológica, lo compara con Balzac, elevándolo en calidad. Y es que, aunque el genio literario de Tolstoi conoce pocos ejemplos análogos en toda la historia de la literatura occidental (George Steiner lo compara con Homero, Harold Bloom con Shakespeare), su faceta filosófica es tan sólo un pastiche edulcorado, que rara vez trasciende del sermón, de sus pensadores más queridos: Sócrates, Rousseau y Schopenhauer.


En efecto, cierta concepción oracular de la sabiduría como autoconocimiento y algo de la propensión morbosa a la vida virtuosa, son reminiscencias de una actitud que encuentra su expresión más augusta en Sócrates. La profesión panteísta de amor a la naturaleza y el correlativo desprecio por los refinamientos de la sociedad y los productos de la civilización, representan un más que reconocible eco eslavo y decimonónico del dualismo rousseauniano. Buena parte del tono angustioso de su escatología apocalíptica, del soplo profético de su iconografía salvífica y del amargo énfasis de su pesimismo antropológico parecen, si no tomadas, al menos inspirados por el genio desolador de Schopenhauer. Aquellas ínfulas de su anarquismo evangélico propias del pensador cristiano, libertario y pacifista, sólo dios podría saber de dónde las tomó… Pero no se trata aquí de que las bases metafísicas de su pensamiento no sean del todo originales, sino, antes y fundamentalmente, de que dichas bases no están articuladas sistemática, consecuente y suficientemente. Evidentemente, este es un tema vasto y las anteriores filiaciones deben considerarse tan sólo como apuntes para un tratamiento más adecuado.


Por otro lado, la imagen de Tolstoi que ha prevalecido con mayor insistencia en el tiempo ha sido aquella que vinculaba directamente al autor ruso con sus logros morales. Así, para algunos (es el caso de Giovanni Pappini), Tolstoi representa el último eslabón de la gran cadena de los hombres universales, síntesis perfecta de acción y contemplación, y el prototipo de una atávica grandeza heroica digna de restauración. Otros (como Stefan Zweig), más atentos al hombre que a la obra, lo consideran el ejemplar perfecto cuya existencia sana, normal y equilibrada debe exhortarnos a la imitación. Más recientemente, Mauricio Wiesenthal ha saludado al moralista como portador del alma de un pueblo que ansiaba identificarse, mediante inverosímil sinécdoque, con la humanidad toda, y al eximio representante de los valores humanistas, para encomiar al magnífico narrador ruso como “más contradictorio que Dostoievski, tan apasionado como Púshkin y tan humano como Gógol”. Otros, en fin, incidieron en las paradojas alimentadas por la dialéctica entre el libre arbitrio individual y el iusnaturalismo determinista de su filosofía de la historia (Isaiah Berlin).


Algunos de los críticos, de antaño pero también de hogaño, se comprometen con el mismo desacierto estético al que se consagró Tolstoi en su crítica literaria: la llamada falacia intencional, por la que se niegan a separar al artista de su creación, y a ésta de la intención del artista (y en virtud de la cual el propio Tolstoi condenó el genio literario de Shakespeare por ser “moralmente neutro”). Pero, tal y como ha indicado Milan Kundera en Los testamentos traicionados, la novela es el territorio donde se suspende el juicio moral. Lo que no significa que la novela haya de ser inmoral, pero sí que cierta amoralidad (entendida como la capacidad de diferir el juicio hasta comprender todos los elementos en liza) es necesaria para el libre juego de fuerzas narrativas.


Desde nuestro enfoque queremos mitigar el clamor profético que suscitó el eremita de Yasnaia Poliana en el pasado, al tiempo que pretendemos restringir el alcance de sus logros intelectuales en el presente, pero sólo para mejor restituir la sempiterna grandeza artística de este titán de la literatura rusa. Miniaturizando al Tolstoi pensador y moralista, queremos liberarlo del peso de aquel gesto con el que quiso rubricar su imagen para la posteridad, y del que se ha nutrido, dicho sea de paso, buena parte del catálogo de perogrulladas críticas, pretéritas y actuales: nos referimos a la inmolación que escenificó del artista que era en el altar del moralista y, tal como expresa Nabokov (opinión que también comparte Ortega y Gasset), “del filósofo, bastante pedestre y de estrechas miras, aunque bienintencionado, que quería ser”.


En efecto, más allá del contexto donde la majestad profética del Tolstoi moralista tuvo una acogida comprensible, y donde el magnetismo de su heroica personalidad atrajo no pocos prosélitos en vida, y no menos acólitos póstumos, y más allá de la severidad nada edificante de su presunta filosofía (basta con leer Sonata a Kreutzer para justificar la sentencia de Harold Bloom al respecto), el interés que pueda suscitar hoy la obra de este genio narrativo es netamente artístico. Fue justamente a través de su virtuosismo formal como Tolstoi supo dar verdadera expresión a unos pensamientos que de otra forma hubiesen quedado desestimados, y, viceversa, sus consideraciones morales alcanzaron una formulación inédita gracias a la portentosa técnica con la que fueron vehiculados. El conjunto de recursos técnico de los que se valió Tolstoi para formular su credo deontológico presentan una correspondencia biunívoca con cada una de sus doctrinas, cuando no son expresión directa de su metafísica. Tales recursos son bien conocidos: el uso de la trama múltiple (frente a la simetría radial) para expresar la ramificación de motivos, el efecto de contrapunto y armonía en el desarrollo de las principales tramas para distribuir el peso narrativo, la ausencia de un final absoluto (a veces bajo la aparente forma de final con resolución), el magnífico equilibrio temporal como expresión del ritmo de la naturaleza, el monólogo interior, su prosa escueta y estratégica (a fuer de economía inhibitoria), la ejecución episódica de los temas dominantes y superdominantes, las intercalaciones digresivas de toda índole… contribuyen a peraltar aquellos dualismos en los que Tolstoi sustentó toda su vida filosófica, moral, pedagógica y profética. Pero sobre todo rezuman una sabiduría de la problemática existencial y un sprit de finesse tal, que justamente por introducir lo irracional en relación con los motivos, las decisiones y el comportamiento humanos, se podría afirmar con Zweig que “desde Goethe, no hemos conocido nunca una función espiritual tan compleja y acabada”.


Solo así puede uno comprender, pese a los venerables lugares comunes señalados por la crítica, que Tolstoi no fuese un santo, aunque tuviese una voluntad seráfica; que no fuese un creyente, aunque poseyera una fe titánica (en sí mismo y en el sustantivo abstracto en que se proyectaba: la humanidad); que tampoco fuese un profeta, siendo acreedor, sin embargo, de visiones premonitorias; y menos aún que fuese un filósofo, aunque detentase grandes dotes especulativas. Y es que, sólo cabe salvar el desfase filosófico, profético o religioso de Tolstoi si se lo oye como, en palabras de Martín de Riquer y Jose María Valverde, “una suerte de bajo continuo que actúa como fondo de trascendencia universal”. Pero Tolstoi no fue un pensador universal, ni siquiera un pensador original, tampoco un pensador riguroso. Lo que sí fue Tolstoi, de forma eminente, mayúscula y casi exclusiva, es un perspicuo exponente de una de las más geniales prosas del siglo XIX, y como tal, cabe hoy rescatarlo para nuestro acelerado siglo, apenas ya proclive a la grandeza de una obra monumental.


Salvo raras, ocasionales y desafortunadas excepciones (algo que se invirtió en su vejez), el ethos tolstoiano fue primordialmente artístico, civilizado y pagano, aunque luchara a menudo por imponer su pathos profético, anárquico, y cristiano. Su genialidad no residió ni en el fondo de éste pathos ni en la mera forma de aquel ethos, sino en la consumación artística que supo crear de la contradicción entre ambos. Y es, en efecto, de ese claroscuro de donde debemos extraer el más extraordinario fundamento de su obra. Pues, en palabras del propio Tolstoi, "toda la diversidad, todo el encanto, toda la belleza de la vida, se compone de luces y de sombras".

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